Se acerca el Samhain un año más. Es el día más importante del año para nosotros los aficionados al terror. Confieso que me gusta esta celebración; por una vez no hay que celebrar alegrías impostadas, sino terrores.
Por ahí circulan cientos de recomendaciones sobre literatura de género, desde las más obvias hasta las más comerciales. He pensado que sería buena idea recomendar algo yo también. No seré muy prolijo: traeré solamente aquí dos obras.
Creo que producir terror no es fácil en literatura. Muchos libros me han producido desazón, inquietud o preocupación. Incluso hasta miedo. Pero terror, puro y absoluto terror, eso ya es jugar en otra liga. Yo sólo lo he sentido con dos obras.
No son de lo autores más reconocidos, ni superventas. No son de King, ni Poe ni Lovecraft. Son de gente más humilde. Tampoco son grandes novelas. Son dos obritas cuyo efecto de terror vino acompañado de vértigo e insomnio. A una de ellas no me he vuelto a acercar desde hace más de 15 años. La tengo un reverencial respeto porque me da miedo volver a sentir aquello que sentí mientras la leía: algo inefable, profundo, atávico y primitivo. La otra es un relato corto que no provoca tanto miedo por lo que cuenta, sino por lo que sugiere: despierta en mí un terror latente, oculto, que debe permanecer sumergido. Un terror que debe pertenecer a espacios míticos, que es mejor no invocar; éste es, en mi modesta opinión, el mejor relato de terror jamás escrito por la mano del hombre.
Son “La casa en el confín de la tierra”, de William Hope Hodgson, y “El Pueblo Blanco”, de Arthur Machen.
Temedlos.