Siempre que vuelvo a la tierra sobre la que nací experimento los sueños más intensos.
Se celebra un festival de música junto a un pueblo abandonado. El suelo es pedregoso y polvoriento, plagado de trozos secos de tierra, arbustos raquíticos y montículos pardos. Los edificios están en ruinas y solo algunos mantienen un techo agujereado sobre sus paredes de adobe y piedra desgastada. Reina un crepúsculo permanente, del color de una noche americana.
El festival comienza y bailamos entre las piedras, empapándonos del polvo que nosotros mismos levantamos. Nos sentamos a beber entre las mesas que la organización ha dispuesto por el pueblo. Todo está lleno, apenas queda un hueco libre. Cuando el día termina escuchamos nuestra propia selección de música con un enorme altavoz que he llevado para la ocasión.
La última noche nos emborrachamos hasta caer dormidos. Despertamos entre la muchedumbre resacosa y confundida, en medio del crepúsculo plomizo. Recojo mis cosas, pero he perdido el altavoz. No recuerdo dónde lo puse y empiezo a buscarlo por todas partes. Recorro el pueblo atestado de gente que come o languidece sobre las mesas. Camino sobre la tierra seca y parda, entre las paredes en ruinas, secas y suaves al tacto, explorando todas las casas. Después sigo por el campo, buscando entre los arbustos, los montículos, los grupos de chicos cansados.
Llego al final y justo allí está el centro de la ciudad, con sus fachadas neoclásicas, de color tan blanco que daña la vista. Decido darme un descanso y pasear un rato entre los edificios. Es como darse un chapuzón, después del festival.
Me suena el móvil y paro a mirarlo junto a un portal de cristales brillantes. Entonces se me acerca un hombre de aspecto desaliñado. Me advierte riendo de que tengo algo en el cuello. Yo me palpo la piel, pero no noto nada. Él sigue insistiendo, «¡quítate eso! ¡quítate eso!» grita con una gran sonrisa, mientras yo me miro en el ventanal, aunque no veo nada. Le digo que no tengo nada en el cuello, pero no quiere escucharme, está muy excitado y habla atropelladamente, apenas le entiendo. Me canso de él y le grito airadamente que me deje en paz de una vez, que se largue de allí. Acaba marchándose, pero sigue hablando a gritos de manera incomprensible. La gente que pasea a mi alrededor me mira, y se sonríen los unos a los otros. Murmuran algo entre sí. Me miran y se ríen: se paran a mirarme, todos ellos, a mi alrededor, rodeándome y observándome con sus ojos negros de muñeco, con sus muecas divertidas. Los niños señalan mi cara, sus padres los animan. Saco el móvil y me enfoco a mí mismo con la cámara frontal para comprobar si tengo algo en la cara, pero el rostro que el móvil enfoca no es mi rostro, sino el de mi doppelgänger, que me mira de lado, sonríe con malicia y entonces despierto cubierto en sudor.