—Pero, Juanito, ¡eso no es lo más adecuado!
El niño había puesto la bola abajo del todo, junto al rey de chocolate, dejando un hueco enorme entre el espumillón plateado y la siguiente bola. Pedro podía transigir con aquel espantoso espumillón que Juanito se había empeñado en comprar, pero no con ese agujero inmenso y vacío en medio del árbol. Aquel hueco era un agujero negro que no hacía más que atraer su atención.
Extrajo con cuidado la bola y la enganchó en otra rama un poquito más arriba, a la derecha, de forma que guardaba un espacio perfectamente proporcionado con los adornos de su entorno. Observó su obra ajustándose las gafas, satisfecho.
—Así está mejor ¿no lo ves?
—Chí, musho mejó, papi —contestó Juanito. Con el dedo en la nariz, el niño se sentó a los pies del abeto y se puso a morder sus hojas.
—¡Juanito, por Dios! ¡Esto tampoco es adecuado! —Pedro cogió al niño, que entonces empezó a tirarle del bigote, una vez más, y lo llevó ante su mujer, que estaba cosiendo un botón sentada a la mesa—. Cariño ¿te lo puedes creer? ¡Juanito se quiere comer el árbol! ¡Con todo lo que me costó traerlo a casa!
—Claro, cariño, claro —murmuró su mujer, sin hacerle mucho caso, solo el justo como para perder la concentración y pincharse el dedo gordo con la aguja—. ¡Arg! ¡Joder hostia me cago en la puta! ¡Qué dolor!
—¡Por Dios, amor mío! ¡Contén esa lengua! ¡No es adecuado hablar así delante de la criatura! ¡Mira que te voy a tener que lavar la boca con jabón!
Habrase visto, esta mujer. Siempre fue incapaz de reprimirse en lo más mínimo. Bien era cierto que fue precisamente esa incontinencia la que le hizo sonar cascabeles en la tripa cuando se conocieron: esa naturaleza indómita, como él la llamaba. Aquella fogosidad, incluso en sus juegos más íntimos, fue la que le arrastró, casi sin darse cuenta, hasta la seguridad de esta vida familiar en la que se habían instalado, dentro de una casa de dos plantas con un jardín con vistas al campo en la urbanización de moda de la ciudad, para luego ir languideciendo lentamente, bajo el peso de una hipoteca, del trabajo y de Juanito.
Pedro había cumplido obedientemente cada uno de los pasos que se esperaban de un buen ciudadano de clase media en su ciudad de provincias: una mujer atractiva (pero no demasiado) para gobernar la casa, un trabajo convenientemente obtenido por enchufe para sancionar su posición en la escala social, y una familia bendecida con el nacimiento de un vástago que acaparaba sus atenciones por completo, para cultivar la perfecta imagen de familia feliz. Y todo ello para terminar así, recogiendo las hojas masticadas de su árbol con la escoba.
Lamentó haber dejado al enano tan cerca del abeto. El crío no le dejaba tranquilo ni un segundo. Ahora tendría que cambiar la disposición de la decoración del tercio inferior del árbol, porque quedaba fatal: todas aquellas ramas despellejadas sobresalían del espumillón como las costillas de un esqueleto.
La madre que parió al chaval, con todo lo que le había costado encontrar el árbol.
Tuvo que internarse en el bosque varios cientos de metros por aquel camino de cabras con el coche, hasta encontrar algún ejemplar del tamaño adecuado. La verdad es que nunca se había fijado en ese bosquecillo de abetos apartado de la carretera, hasta aquella tarde de domingo, volviendo del Reina de Saba. El partido tenía toda la pinta de ser un buen tostón, con algún equipo de segunda, así que en lugar de ir al estadio se fue al puticlub, algo que ya estaba empezando a convertirse en una costumbre. La verdad era que cada vez le interesaban menos los partidos. Cuando no se trataba de equipos de pacotilla que mataban la hora y media pasándose el balón en medio campo de un jugador a otro, venían alineaciones de equipos famosos que hacían que las gradas se abarrotaran de hinchas gritones y de niñatos. Además, empezaba a hacer frío. Sí, en aquel estadio hacía un frío que pelaba. Por algo lo llamaban la nevera.
Aquella tarde, en el Reina de Saba, Susanita había estado muy cariñosa; se la notaba contenta. A Pedro le encantaban los hoyuelos que se le marcaban en las mejillas al sonreír. Era una buena chica, la Susanita. Lástima que no fuera capaz de encontrar algo más adecuado con lo que ganarse la vida. Pero aquello, la verdad, se le daba bien. De hecho, cuando le ponía entusiasmo, era la mejor en lo suyo. La de aquella tarde, en concreto, fue una de las mejores felaciones de su vida.
Por lo tanto, Pedro había salido del Reina de Saba muy alegre. Todavía lucía el sol y tenía tiempo de sobra para llegar a casa, así que conducía sin prisa y admirando el paisaje. A su derecha se extendían los campos de cultivo junto al río. A su izquierda, el terreno se elevaba en suaves cerros amarillentos entre los que asomaban grupos de árboles. Fue entonces cuando se fijó en aquellos abetos. Llamaron su atención porque aquella era una tierra seca, de pino y encina, donde los bosques de coníferas no prosperaban.
Después de volver a casa siguió pensando en aquellos árboles durante algunos días. Los domingos siguientes, camino del Reina de Saba, se encontró buscándolos con la mirada. Y allí estaba siempre, aquel bosquecillo cruzándose con él por el camino, como un silencioso compañero de fechorías.
Cuando llegó diciembre, Juanito le dijo que su amigo Yordan, el búlgaro, ponía un árbol de verdad en su casa, no uno de plástico como ellos. Entonces se le ocurrió ir a aquel bosquecillo y llevarse uno. Su niño no iba a ser menos que ese inmigrante, faltaría más. No era lo más adecuado, sin duda, pero ¿por qué no iba a poder tener Juanito un abeto auténtico también? Además, sentía curiosidad por salirse de la carretera y entrar en el bosque. Algo en su interior le impulsaba a explorar aquellas tierras indómitas.
Así que el domingo del puente de la Constitución pasó por el Morley Lerín de camino al Reina de Saba y compró un hacha. Cogió el más grande, una cosa dura con un filo rojo y brillante en la punta. Le resultó bastante excitante verse comprando algo así, pero la cajera no le prestó ninguna atención.
Para cuando llegó al puticlub a Susanita ya se la habían levantado. Le atendió una búlgara desgarbada con muy poco entusiasmo. ¿Podría haber sido la madre de Yordan? No pudo evitar sonreír ante la ocurrencia mientras tomaba la salida de la carretera hacia los abetos. El camino estaba en un estado lamentable, lleno de piedras, totalmente inadecuado para su Audi, pero la decepción del Reina de Saba le impulsaba hacia el bosque con la determinación de un macho alfa insatisfecho.
El bosque se extendía a la izquierda del camino. De su entrada partía un ramal, aún más estrecho y accidentado, con un tosco cartel a media altura que avisaba en letras vacilantes:
POR FAVOR, RESPETEN LOS ÁRBOLES
Pedro rio para sus adentros mientras giraba el volante, internándose entre aquellos inmensos abetos. Avanzó varios cientos de metros, observando los ejemplares que discurrían a su alrededor, hasta que vislumbró algunos más pequeños no muy lejos de allí. Dejó el coche a un lado del camino, junto al tronco de un hermoso abeto adulto, y extrajo el hacha del maletero.
Caminó hacia los árboles pequeños mirando alrededor y atusándose el bigote. No se veía a nadie por allí. Tampoco se oía el motor de ningún coche. De hecho, no se oía absolutamente nada, ni siquiera un pájaro. En aquel bosque reinaba un silencio sepulcral.
Bueno, ya que estaba allí, tan cerca, después de haber destrozado la amortiguación de su Audi, no iba a pararse ahora, ¿no? Bien sabía Dios que aquel comportamiento no era adecuado en él, pero su Juanito no iba a ser menos que aquel inmigrante de pacotilla. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de su camisa a cuadros.
Cuando soltó el primer hachazo sobre la base del tronco sintió un vibrante latigazo de excitación y una erección incipiente. Lamentablemente, no tendría tiempo de volver al Reina de Saba porque ya se le hacía tarde y su familia le estaría esperando en casa.
Las ramas temblaron al recibir el impacto y cuando extrajo el hacha madera crujió con un chirrido agudo, como el gemido de un bebé, que reverberó en el silencio del bosque. Una brisa ligera recorrió las ramas de los árboles, que respondieron con un murmullo agitado.
Pedro volvió a mirar a su alrededor, con la respiración acelerada y el pulso a mil por hora. Sentía un sensual hormigueo extenderse por todo su cuerpo y los pezones duros bajo su camisa. Con la frente perlada de sudor, lanzó el segundo hachazo. El viento creció, arrancando chasquidos de los árboles y el cielo empezó a cubrirse de nubes.
Con cada nuevo hachazo, el viento subía y sus pulsaciones aumentaban. Una agradable ligereza invadió su cabeza, como una suave borrachera de aire puro, acompañada de una placentera sensación por todo su pecho. Cuando el árbol cayó con un último quejido una oleada de euforia le recorrió de los pies a la cabeza mientras le golpeaba una ráfaga de viento, agitando su ropa y produciéndole cosquillas.
Jamás se había sentido tan vivo.
Nubes ominosas cubrían el cielo y la luz casi había desaparecido. El viento levantaba polvo y hojas a su alrededor. Podía oler la tormenta en el aire. Abatió los asientos de atrás y metió el árbol cortado en el maletero. Al subir al coche, apartó de un manotazo una de las ramas del árbol junto al que había aparcado, enganchada en el cierre de la puerta, y se clavó una astilla en el pulgar.
—¡Mecachis!
Aquella dichosa astilla le seguía martirizando en Nochebuena, mientras colocaba los regalos bajo las ramas estropeadas que él había camuflado hábilmente con aquel espumillón tan hortera. Se les había hecho tarde porque Juanito estaba muy nervioso y le había costado bastante dormirse. Pedro estaba deseando terminar e irse a la cama de una puñetera vez. Puso los regalos a la misma distancia unos de otros y colocó cada calcetín sobre su regalo: una corbata para él, una colonia para su mujer y un abrigo para Juanito. Añadió una chocolatina con una sonrisa.
Su mujer estaba leyendo en la cama. Levantó la mirada del libro al verle entrar:
—¿Qué tal?
—Bien, ya está todo preparado —susurró Pedro, metiéndose en el baño. Encendió las luces del espejo y examinó la astilla clavada en su pulgar—. ¿Sabes? Cuando cogí el árbol me clavé una astilla en el dedo.
—Anda. ¿Tú también?
Un trueno largo y distante resonó en el exterior.
—Sí. Todavía me molesta. A ver si me la saco.
El trueno aumentó de potencia, como si se acercara poco a poco. Ella dejó el libro al lado y se asomó a la ventana. Las siluetas negras de los árboles en la colina se destacaban sobre el cielo azul oscuro. Sus ramas se agitaban con el viento.
Un momento: esa colina ¿no estaba pelada?
—Pedro, esa colina, ¿siempre ha tenido árboles?
El trueno aumentaba de potencia. Ya no parecía un trueno, sino un montón de pequeños tamboriles repiqueteando a la vez. Las siluetas de los árboles se sacudían furiosamente sobre la colina y una sombra enorme crecía por el terreno hacia la urbanización. Cuando llegó al cercado de uno de los campos, este salió disparado con un chasquido seco por los aires.
—¿Pero qué mierda es esta? ¡Pedro! ¡Pedro!
El alarido de su mujer lo alarmó y se acercó corriendo sin haber podido extraer la maldita astilla de su dedo.
—¿Qué pasa, mujer? ¿Qué pasa?
Cuando Pedro se asomó a la ventana vio una masa verde oscura extendiéndose por el campo y acercándose a una velocidad vertiginosa hacia la casa. Miles de ramas se agitaban violentamente en su interior. Bajo ellas, cientos de raíces se arrastraban contorsionándose sobre el suelo.
El bosque entero venía hacia ellos.
Avanzaba con miles de crujidos que juntos formaban un rugido atronador. Se extendía hasta lo alto de la colina, agitando su silueta contra el cielo nocturno. Cuando llegó al muro de su jardín, el bosque se detuvo y se hizo un silencio frágil, roto por chasquidos esporádicos.
De entre los árboles se elevó una voz oscura y renqueante:
—Peeeeedroooooooooooo.
La voz se desvanecía en las profundidades de la noche como una invocación del abismo.
—Pedritoooooooooo.
Pedro se atusaba nerviosamente el bigote desde la ventana.
—Ay, Dios. Ay, Dios. Ay, Dios. Pero ¿qué es eso? —repetía su mujer, temblando de la cabeza a los pies.
—Pedrito, baja guapo, que tenemos que hablar contigo —soltó la voz con un ronquido.
—¿Será posible? —musitó Pedro, tirándose de los pelos del bigote. Metió los pies en las pantuflas de una patada—. Tú quédate aquí.
Bajó la escalera poniéndose las gafas y murmurando hacia sus adentros la manera de anticiparse a aquella situación, pero no podía evitar recordar las palabras surgidas de entre los árboles: ¿Pedrito? ¿Cómo que Pedrito? ¿Cuánto tiempo hacía que no le llamaban así? Pero ¿qué se habían creído?
Cuando salió al jardín en su pijama de seda, una agitación recorrió las hojas de los árboles. Podía ver sus ramas moverse lentamente detrás de la hiedra que cubría la verja. Otra vez se elevó aquella voz carrasposa:
—Pedro, devuélvenos al chico —profirió con tono chulesco.
—Q… q… ¿qué?
—Oye, majo, conmigo no te hagas el pringado. Ya sabes, el chaval que te llevaste —su timbre le recordaba a Pedro la voz de Joaquín Sabina.
—¿El chaval? ¿Te refieres al árbol? ¿Al abeto que me llevé?
—Pues claro, payaso. ¡Lo mataste y te lo llevaste, cabrón! —aulló. Los árboles se agitaron violentamente y un aluvión de chasquidos rompió el silencio de la noche.
Pedro intentó articular una respuesta. Estaba temblando, no solo por lo surrealista de la situación, sino también porque hacía un frío de narices y estaba empezando a llover.
Escudriñó entre la hiedra que cubría la verja de su jardín, pero apenas podía distinguir algunas ramas del bosque en las sombras. ¿Qué estaba pasando? ¡Por Dios, aquello no tenía ningún sentido! Era imposible. ¡Imposible! ¿Y si no les daba al abeto? ¿Qué podrían hacerle? ¿Llenar su casa de tamujas? Él no se iba a quedar sin su árbol de Navidad. Cuando se lo llevó, nunca se había sentido tan vivo. Además, había sido su idea. ¡Su idea! Él había tomado la iniciativa. Él se había recorrido cientos de kilómetros por aquel maldito camino de cabras. Él lo había cortado. Él lo había traído en coche atravesando toda la puñetera ciudad. Él lo había colocado. Él lo había decorado. Él había dispuesto con exactitud los regalos debajo. ¡Maldita sea! El árbol era suyo por derecho propio. No lo iba a consentir. Esta vez no. No se iba a dejar intimidar por la chulería de una planta. No, la familia de Pedro Martínez no se iba a quedar sin Navidad.
—Ni hablar. ¡Ahora es mío! Volved a vuestro bosque.
—Pedro, que no te enteras: ¡nosotros somos el bosque!
Dicho esto, la masa de abetos empezó a empujar la verja del jardín. Por una de sus rajas (esa que Pedro siempre se hacía el remolón para arreglar) se coló una raíz rijosa que avanzó por la tapia, tensionando la verja hasta que la rompió con un restallido metálico. La red de metal empezó a ceder y una risa maníaca se elevó entre los árboles.
—Ostras, colega. ¡Ostras, colega! —Pedro se metió en casa corriendo y empapado.
Cerró la puerta con llave y aseguró las ventanas del salón. Pronto un estrépito de cascotes se abrió paso desde el jardín.
Habían entrado.
—¡Pedro! —Su mujer lloraba temblando en camisón desde el rellano de la escalera.
—¡Métete en la habitación!
Una estampida de crujidos aplastó las paredes de la casa con aquella risa diabólica en su centro. Poco después, un estrépito de cristales rotos irrumpió en el salón. Pedro contempló atónito cómo los abetos entraban deslizando sus raíces por la base de la ventana rota y se acercaban vertiginosamente hacia él, arrastrando sus copas torcidas por el techo.
Corrió hacia la escalera. Mientras subía por ella, dos ramas llenas de agujas se clavaron en sus tobillos, produciéndole un agudo dolor y haciéndole perder el equilibrio. Intentó aferrarse a los peldaños, pero cuando compraron la casa su mujer había insistido mucho en cubrirlos de unos preciosos azulejos de dibujos florales, pulidos y muy resbaladizos.
Se dio la vuelta y vio a dos abetos sujetando sus pies entre las ramas retorcidas, tirando de él hasta el pie de la escalera. Intentó agarrarse a la barandilla, pero se le escapó y bajó dando tumbos por los peldaños con la espalda, gimiendo de desesperación. Otro par de abetos se situó a su alrededor y le agarró los brazos, clavándole de nuevo sus agujas, lo que le produjo un ataque de ira. Pedro aullaba desordenadamente soltando espumarajos por la boca.
La risa maquiavélica había continuado durante todo aquel combate y ahora se acercaba a él desde alguna parte de la casa. Los dos abetos que sujetaban sus pies se separaron respetuosamente, abriéndole las piernas, y entre ellos apareció un abeto enorme, ancho y antiguo, cuya larga copa se doblaba bajo el techo y se perdía en el salón.
Aquel viejo abeto dejó de reír y se inclinó hacia él, apartando sus ramas hasta que el tronco quedó a escasos centímetros de su cara. Pedro podía sentir su propio aliento rebotado en la corteza quebrada de aquel árbol, que formaba una amalgama rugosa de nudos y cicatrices. De pronto aquellos nudos se contorsionaron con un crujido y Pedro se dio cuenta de que en realidad estaba mirando a un rostro enorme y retorcido. Las cejas formadas por bultos agrietados daban paso a dos huecos oscuros y entre ellas se extendía una excrecencia irregular, marcada por una larga raja, que hacía las veces de nariz. Bajo ella, acompañada de un rechinar espantoso, se abrió una boca enorme y arrugada de forma triangular, rematada por una sonrisa maliciosa:
—¿Qué pasa, Pedrito? ¿No viste el cartel? —crujió con aquella voz rota y áspera, tan parecida a la del maldito Joaquín Sabina.
El árbol recorrió su cuerpo con una rama llena de agujas puntiagudas, desde la entrepierna hasta el cuello, deteniéndola justo sobre su garganta. Pedro se retorció inútilmente.
—¡Jo, jo, jo! Nos vamos a llevar al chaval. ¿Te importa? ¿Te parece adecuado?
Pedro emitía unos gemidos agudos y entrecortados, mientras su cabeza intentaba asimilar todo aquello a la vez que volvía al momento en que taló el árbol de Navidad: el cartel en la entrada, el viento que crecía con cada nuevo hachazo, la rama que sujetaba el manillar del coche… Empezó a temblar, perdiendo el control, y sintió la tibieza de su propia orina empapándole la entrepierna.
Cuatro abetos izaron su árbol de Navidad, con espumillón y todo, y se lo llevaron con las bolas colgando. Otros cuatro subieron por la escalera y se metieron en las habitaciones raspando el techo con sus ramas. Desde arriba llegaron los gritos de terror de su mujer y el chillido de pánico absoluto del niño. Pedro intentó zafarse de sus captores, pero las agujas se le clavaban en brazos y piernas, y el abeto jefe acercó a su cuello la rama llena de hojas puntiagudas.
—No. ¡No! ¡Nonononono! —farfulló, mientras las puntas de las hojas afiladas se clavaban en su nuez.
—¡Qué familia tan guapa tienes, colega! —rugió el abeto cuando aparecieron Juanito y su mujer en la parte alta de la escalera, sujetos por sus adláteres.
—¡Papá!
—¡Cariño!
Lo llamaban entre contorsiones, intentando escapar de las ramas de los árboles. El árbol viejo soltó otra risotada maquiavélica mientras su mujer era conducida en volandas por la escalera.
—Soltadme, putos árboles de mierda. ¡Cabrones! ¡Soltadme! —gritaba, dando patadas al aire. Su rostro era un amasijo de moco, lágrimas y pelos pegados.
—Oye, rubia. ¡Vaya boca que tienes! ¡Te la voy a tener que lavar con jabón! —contestó el abeto jefe, soltando otra risotada cavernosa.
Los abetos del piso de arriba echaron abajo la barandilla con sus raíces y las dejaron caer hasta el suelo. Uno de ellos descendió por el hueco con el niño sujeto entre sus ramas, replegando sus raíces, mientras el otro esperaba en el piso de arriba.
—¡Acércate, rubia! —ordenó el jefe con voz insinuante, alejándose de Pedro. Los dos árboles la depositaron en el suelo y el abeto jefe se acercó a ella, deslizando sus raíces bajo sus piernas, que saltaban en todas direcciones. Rodeando uno de sus pies, la tiró al suelo y se echó encima de ella.
—Vaya, Pedrito, con tu señora, ¡pero qué buena está! —profirió, girando el tronco para mirarle con los huecos oscuros de sus ojos y una sonrisa retorcida en la corteza. Pedro se agitó entre sus captores, pero fue inútil.
—Es una pena que tengas que irte al Reina de Saba a echar un polvo, teniendo tan buen ganado en casa —espetó, lanzando una risotada. Sus ramas rodeaban el cuerpo de su mujer y la pinchaban tentativamente en diferentes puntos. Ella no dejaba de aullar y contorsionarse.
—¡Papá! ¡Socorro! ¡Mmpff! —farfulló Juanito. El abeto que lo sujetaba lo estaba levantando hasta introducirle la cabeza entre las raíces extendidas del que esperaba en el hueco de la barandilla. El árbol lo absorbió como un pulpo y el primer abeto lo soltó, quedando el niño colgado con la cabeza dentro del árbol y dando manotazos a las raíces de su opresor, como un muñeco sin dueño.
—¡Mecachis, Pedrito! Nunca entenderé este rollo que os traéis las familias humanas. Un hombre indómito como tú, ¡todo un leñador!, teniendo que estar aquí encerrado, con todo el mundo ahí fuera a tu disposición —rio el árbol, mientras acercaba su tronco lleno de nudos al cuerpo tembloroso de su mujer—. ¡La culpa es de los putos críos! Son unas criaturillas caprichosas y plastas. No te dejan tranquilo ni un segundo. ¿No es así, Pedrito? Primero un biberón, luego cientos de juguetes y después ¡UN PUTO ÁRBOL DE VERDAD!
El abeto que sujetaba a su hijo apretó las raíces y se oyó un crujido. Los brazos y piernas de Juanito se agitaron espasmódicamente en todas direcciones y un chorro de sangre se derramó entre las raíces del abeto. Estas se cerraron por completo y el cuerpo decapitado del niño se descolgó desplomándose como un saco junto a Pedro, que soltó un graznido indescriptible.
—¿Qué pasa, Pedrito? ¿No te parece adecuado? —rio de nuevo el viejo abeto mientras empezaba restregar su tronco sobre el cuerpo de su mujer, arriba y abajo —. Mmmmmm, qué gusto da frotarse con tu señora, Pedrito. ¡Qué gusto! ¡Qué buen polvo tiene la señora de Martínez! Solo le faltan un par de hoyuelos en las mejillas… a ver si puedo sacárselos… —gimió el árbol, arañando con su corteza áspera la piel de ella, que pronto empezó a sangrar.
Pedro aulló intentando zafarse de sus captores mientras su mujer gritaba con todas sus fuerzas. El tronco frotaba cada vez más profundamente su cuerpo arriba y abajo, y pronto la sangre dio paso al músculo y después al hueso, hasta que ella dejó de resistirse.
El abeto jefe soltó un gemido de obsceno placer apartándose del cuerpo inerte de su mujer, cuyo rostro quedó mirando a Pedro con los ojos vacíos. Su sangre se extendía por el suelo y empezó a mojar el pijama de Pedro; la de Juanito caía goteando desde la barandilla del piso de arriba.
El árbol se incorporó con los restos de piel y carne pegados a la corteza y una sonrisa de rama a rama.
—¡Jo, jo, jo! —rio con satisfacción. Los abetos ya estaban saliendo por la ventana rota del salón—. Bueno, Pedrito. Aquí ya hemos terminado —susurró, haciendo un gesto a los dos abetos para que le soltaran. Pedro cayó al suelo con un pesado golpe de derrota y agotamiento.
Los abetos abandonaron la casa por la ventana rota del salón. Antes de salir, el árbol viejo se dio la vuelta con un crujido de gozne oxidado:
—Gracias, Pedrito. Ha sido un auténtico placer.
El abeto salió por la ventana. Pedro quedó tendido respirando a bocanadas y balbuceando palabras inconexas. La casa olía a pino, tierra, orina y sangre. Fuera, el repiqueteo de miles de ramas se alejó hasta desaparecer bajo el sonido de la lluvia, que se colaba por la ventana rota del salón hasta formar un charco junto a los regalos desordenados de aquella familia en apariencia perfecta, en aquella casa con jardín con vistas al campo situada en la mejor urbanización de toda la ciudad.