Existen pocos gozos comparables para un lector que el descubrimiento de un nuevo autor al que reverenciar. Un autor con voz propia que apele a su “yo” más íntimo. Que aborde temas de su interés con un estilo que genera de inmediato una conexión semejante a la amistad.
Lo primero que uno lee de alguien así, no lo olvida.
Este trimestre he empezado la documentación de Oberon Sol, una historia que se me ocurrió a principios de año y que no hace más que crecer y crecer. Mi primera lectura fue “El día del niño” (VV.AA., Valdemar, 2003). Es una colección de ensayos editada en colaboración con el Festival de Sitges, ya descatalogada, aunque puede comprarse en Iberlibro a precios desorbitados. Yo la localicé en una biblioteca pública situada en la otra punta de Madrid. Esos viajes a la búsqueda de un ejemplar de algo (libros, discos o víctimas) siempre son excitantes: tiene uno la sensación de estar en la piel de un explorador decimonónico o de un detective noir. En cuanto al libro, es una rareza que bucea en la confluencia de las corrientes de lo infantil y del horror. Con diferente fortuna, todo hay que decirlo. El último de los ensayos se detiene en algunos autores postmodernos que han tratado la temática, y ese hilo fue el que me condujo a Angela Carter.
“Fireworks” (Quartet Books, 1974) es una colección de relatos y escenas breves que Carter escribió a raíz de su estancia en Japón a finales de los sesenta, en un rango que va desde sugerentes escenas nocturnas japonesas a relatos de tesis. En todos ellos Carter demuestra un magistral dominio de la lengua inglesa, y por eso mismo todos son imprescindibles. “Penetrating to the Heart of the Forest” es para mí la joya de corona, seguido de cerca por “Reflections”. Éste merecería un estudio aparte, por su barroquismo y referencialidad.
“El señor de las moscas” (William Golding, Faber and Faber, 1954) es un libro que tenía pendiente desde hacía mucho tiempo. Tanto, que una lectura tan tardía y unas expectativas tan altas han desembocado en una cierta decepción. Supongo que en la época en que se publicó, la obra marcó destacó por lo novedoso de su planteamiento y la crudeza de algunas escenas, como la muerte de Piggy o la cabeza de cerdo parlante. Pero a mí me ha resultado maniquea en el tratamiento de los personajes. La pretensión de mostrar la falta de capacidad para la acción de los protagonistas se estira hasta límites poco creíbles. Las descripciones las veo repetitivas. La narrativa, poco fluida. Creo que todo esto es debido a ese simbolismo al que se adscribe con demasiada evidencia. Para mí supone un gran problema, porque la tesis se impone a la narrativa, y rompe mi suspensión de incredulidad. Me saca del libro. Soy consciente de que estoy bastante solo en esta apreciación. Aun así, reconozco su valía y su vigencia. Me ha encantado el monólogo del señor de las moscas, también el personaje de Simon (que me parece magistral), y la desafectada imagen que transmite de los niños más pequeños (los “littluns”). El nombre Belcebú es la derivación del hebreo para “el señor de las moscas” y que aquí está utilizado con toda la intención. Es una gran novela a todas luces recomendable. Envidio a aquellos la han leído en el momento adecuado. Uno de ellos es precisamente Stephen King, quien sacó la idea para Castle Rock de esta novela.
“24 views of Mt. Fuji by Hokusai” (Roger Zelazny, publicado por Isaac Asimov Science Fiction Magazine, 1985) ganó el premio Hugo a la mejor novela corta en 1986. Está estructurado en 24 secciones, correspondientes a cada una de las estampas de Hokusai que la protagonista consulta. El arranque lo encontré algo lento y disperso, pero tras la vista 15 aparecen muy buenas ideas, la trama se concreta, te engancha y el libro se eleva. Muy recomendable.
De “An outpost of progress” (Joseph Conrad, 1897) poco puedo decir que no se haya dicho ya: elaborada descripción de personajes, descarnada indiferencia de la naturaleza, y visión poco halagüeña del género humano. ¿Cómo podría no gustarme? La leí en una edición de obras completas de Conrad que compré en la kindle store al mísero precio de un euro, lo que no deja de maravillarme. De esa misma colección leí el año pasado la impresionante “Typhoon”.
“American ghosts and old world wonders” (Angela Carter, editado por Chatto & Windus Ltd., 1993) es una colección de relatos publicada póstumamente, en general de inferior calidad a Fireworks. De entre ellas me quedo con "Merchant of Shadows" y "Gun for the Devil".
“El juego de los niños” (Juan José Plans, Sala Editorial, 1976) es la novela en que se basa la película “¿Quién puede matar a un niño” de Narciso Ibáñez-Serrador. Ha acusado el paso del tiempo. Es una obra muy de su época, por su típico mensaje catastrófico-ecologista, por el narrador sobre-expresivo, casi sensacionalista, que resulta trasnochado. El arranque está notoriamente estirado, pero el desarrollo tiene pulso firme y se atreve a internarse en territorios bastante macabros. El osito Pilgrim me parece una idea fantástica que demuestra el elevado dominio del arte narrativo de su autor.
“Arrancad las semillas, fusilad a los niños” (1958, Kodansha Internacional) es la primera novela de Kenzaburo Oe, de quien había leído “La presa” ya hace unos cuantos años. Como ésta, me ha gustado mucho. Estilo simple y certero. Desafectada visión de la vida rural y de la humanidad en general. Un grandísimo escritor que se aprecia ya en esta novela primeriza.
Había leído “Peter Pan” (“Peter and Wendy”, 1911, James M. Barrie, Hodder and Stoughton) cuando era una chaval. No me entusiasmó. Lo cierto es que me decepcionó. Como lectura infantil no ha envejecido muy bien, siendo fagocitado por sus infinitas versiones e interpretaciones. La novela original me funciona no tanto como historia de aventuras si no más bien como sucesión de episodios cómicos acerca de un niño bastante icónico y los personajes singulares que le rodean. Considerándolo en retrospectiva, creo que una de las razones por las que no me gustó en su día fue por la falta de un personaje con el que empatizar. Wendy, siendo chica, estaba fuera de consideración, por supuesto. Y Peter no me resulta simpático. Creo que en Peter el autor descarga una considerable dosis de mala baba y eso cuando era niño no lo supe ver. Es algo que sólo se percibe claramente desde una perspectiva adulta. Leída ahora, no deja de ser una obra sobresaliente: por su imaginación, por su inventiva, por su genio medido. Por la forma de jugar con los tópicos de las historias de aventuras. Por la forma desprejuiciada de incluirlos todos y además otros cuantos más sobre la vida doméstica. Y por el cocodrilo: ese perfecto mecanismo argumental y estético, una idea que me parece absolutamente genial. Confieso que terminé el libro acompañado por la amargura de la inocencia perdida que el autor consigue transmitir. Como si la obra fuera un dispositivo pensado para añorar una imagen ideal de la infancia que él mismo crea. Demasiado sentimental, pero muy bello. Recuerdo que cuando era un chaval lo leí primero en una adaptación ilustrada, y me fascinaba la escena de la sombra de Peter. Me daba miedo la sombra: era un personaje en sí mismo, un personaje siniestro, que ocultaba algo.
Ignoraba la existencia de “Peter Pan en Kensington Gardens” (James M. Barrie, 1906, Hodder and Stoughton) hasta hace unos pocos meses. Es una novelita corta con unas pocas escenas sobre los orígenes de Peter Pan, más centrada en divertirse a partir de los tópicos sobre el mundo de las hadas de la tradición anglosajona que en desarrollar una historia propiamente dicha. Muy divertida y llena de ingenio. Las ilustraciones de Arthur Rackham son deliciosas.
Gran Hotel Abismo (David Rubin y Marcos Prior, Astiberri, 2016) está en el polo opuesto: es una obra violenta que nace de la rabia y de la indignación. El tratamiento del color es impresionante y magistral y dota de pleno sentido a la utilización del formato apaisado. Una obra mayúscula.