El banco de sangre del Ramón y Cajal está en el tercer sótano del hospital, pero da a la calle porque el edificio se encuentra en una de las muchas colinas sobre las que está construida toda la ciudad. Antes has tenido que abrirte paso entre el frío de primera hora de la mañana azuzado por un cielo plomizo y te preguntaste por qué diablos tuvieron que citarte precisamente en estas fechas, uno de los días más fríos del año en la ciudad, cuando no había ninguna prisa para ello. Dentro del edificio, el trayecto incluye largos pasillos de un color blanco desvaído con papeles cuarteados pegados en las puertas, máquinas de vending y sillas colocadas sin criterio definido.
Cuando llegas allí no tienes que esperar mucho; no parece haber exceso de donantes de sangre en estos momentos. Enseguida te sentarán en una camilla mullida con sky de color azul y te pincharán el brazo. Te dolerá, no es como una de esas extracciones asépticas y breves que te hacen en ayunas, que apenas notas. Esta aguja te produce una punzada aguda en el hueco del codo que se prolonga durante varios segundos y luego se queda allí, como si te hubieran implantado un palo debajo de la epidermis.
La enfermera te pedirá que abras y cierres el puño para estimular el flujo de sangre. Evitarás mirar a dónde va a parar todo ese líquido, pero, según va pasando el tiempo, buscarás algo en lo que entretenerte y cuando te hayas leído todo el folio con los datos del registro (“Flebotomía terapéutica. Indicación de flebotoma: Poliglobulia Primaria, Poliglobulia Secundaria, Hemocromatosis Hereditaria; Hiperferritinemia secundaria con sobrecarga férrica…”), empezarás a escanear todos los elementos visuales que te rodean, la decoración navideña, las tablas clavadas con chinchetas en las paredes, el mostrador, el armario metálico sobre el que la enfermera colocará el bocadillo que te dan después de la sangría, tu vecino de la izquierda, que está tranquilamente sentado conversando lozanamente con las enfermeras (se le nota veterano en estas lides), y cuando hayas agotado todas las opciones a su alcance, tu mirada se verá indefectiblemente atraída por el aparato situado junto a tu brazo y verás cómo el tubo de color burdeos desemboca después de varias circunvoluciones en una bolsa colocada sobre una balanza que se columpia suavemente de un lado a otro. La bolsa de sangre tiene un color rojo oscuro, óxido apagado, nada que ver con la sangre de las películas ni con el Kensington Gore. Sabes que esa imagen, la de la bolsa color óxido llenándose y balanceándose suavemente, está reptando en ese preciso momento hasta tu inconsciente y aparecerá en alguno de tus sueños futuros, o brotará con cualquier sorprendente asociación en tu cabeza.
La flebotomía no dura mucho. La bolsa se va llenando con vigor (quizá un signo de tu propia vitalidad; te preguntarás si a los ancianos les llevará más tiempo), pero todo el rato sentirás ese palito metido bajo tu epidermis y, llegado un tiempo, la enfermera te dirá que ya está casi a punto y la báscula emitirá un pitido y tú, que estarás deseando acabar, empezarás a notar cómo la vista se te nubla lentamente y pequeños glóbulos grises van multiplicándose primero en el perímetro de tu visión para ir después avanzando hacia el centro hasta formar una fina película como un cristal esmerilado, mientras notas un sudor frío en la cabeza y esa sensación de calor helado por tu piel. Cuando avises a las enfermeras, reclinarán la camilla hacia atrás hasta que tu cabeza sea la parte más baja de tu cuerpo y empezarás a notar cómo la sangre vuelve a ella. También darán la calefacción, una de ellas sacará un abanico que empezará a aplicar frente a tu cara y luego empapará una gasa con un líquido amargo que te acercará a la nariz. Verás que todo eso funciona y que el cristal esmerilado va desapareciendo como el vaho de la luna del coche cuando enciendes la calefacción. Quizá te den un poco de agua. Lo beberás y te ayudará a sentirte mejor. Quizá dejen entrar a tu acompañante, quien te dará la mano y se preocupará por ti. Quizá eso haga que te emociones, últimamente te notas más sentimental y a veces piensas demasiado, y se te humedezcan los ojos. Quizá ella te pregunte si estás bien y solo puedas responder con un movimiento de cabeza, porque sabes que si intentas decir algo vas a hacer que se te salten las lágrimas.
Quizá vuelvas a llorar mientras escribas esto y no entiendas muy bien porqué, quizá sea que te estás haciendo viejo, que en realidad nada de esto importa, solo lo hacen esas personas que tienes a tu alrededor y que te preguntan cómo estás y que te dan la mano cuando te mareas, un gesto nimio pero lleno de significado. Quizá pienses en todas las veces que has llorado siendo adulto, que no son muchas, y en que nunca has sabido muy bien porqué, es un sentimiento que aparece y que no puedes controlar y al que cada vez te gusta más abandonarte. Quizá sea porque el mundo ordenado y metódico de la razón nunca podrá entender el mundo caótico y bullente de los sentimientos, pero a ti te parece que el primero está tomando un tono oxidado últimamente y que el segundo es más cálido y acojedor que antes.
Cuando vuelvas del hospital el frío del invierno te ayudará a espabilarte y a deshechar todas esas ideas tontas, porque la naturaleza es implacable y no entiende de aflicciones. Pensarás que, al fin y al cabo, tampoco fue tan mala idea ir allí el día más frío del año, porque así el viento helado secará tus lágrimas.