Truco

La puerta del viejo podrido tenía un esqueleto.

Guille se paró en seco al ver aquello. No podía ser.

—Espera. ¿Esta no es la casa…?

—Sí —contestó Pedro—. La casa del viejo podrido.

Se miraron, sorprendidos. El viejo podrido nunca celebraba Halloween. Era bien sabido que no soportaba a los niños. Los odiaba, de hecho. A todos, sin excepción. Cuando atravesaba el patio de la urbanización y alguna pelota pasaba cerca de él, su mirada asesina penetraba en el cerebro del pobre lanzador hasta reventar sus sesos imaginarios contra el césped. Y cuando algún niño nuevo cometía la imprudencia de saludarlo al pasar a su lado, el viejo podrido le devolvía una sonrisa torcida cercada de largos dientes oscuros que al pobre ingenuo le provocarían pesadillas durante meses.

El viejo podrido era un hombre alto y delgado y caminaba flotando, en una permanente postura encorvada. Su nariz aguileña colgaba sobre una barbilla que se alargaba de forma inverosímil, como si en cualquier momento fuera a abrirse una segunda boca allí abajo, poblada por los mismos dientes oscuros que se ocultaban tras la cara cuarteada del viejo.

—Entonces, ¿qué? ¿Llamamos? —dijo Jose.

—No jodas. Pirémonos —dijo Diego.

Diego llevaba toda la tarde bastante remolón. De hecho, ni siquiera se había molestado en conseguir un disfraz. Guille iba de granjero zombi. Pedro iba de pirata zombi (con el esqueleto de un pájaro, supuestamente un loro, sujeto a su hombro izquierdo). Jose iba de cirujano zombi. Pero Diego no iba de nada. Se le había olvidado, decía, aunque Guille sospechaba que en realidad lo había hecho a propósito para evitarse el truco o trato de aquel año, porque era el primero en el que lo hacían sin la compañía de su madre, que había ido siempre con ellos. Pero la madre de Diego había muerto de cáncer la pasada primavera y ahora Diego vivía solo con su padre.

Había sido extraño, cuando murió. Fueron todos al tanatorio. Diego estaba allí y se sentó con ellos, pero no aparentaba ser él. Vestía una americana azul oscura. Hablaba con monosílabos y parecía ausente. Jose dijo que estaría tomando pastillas. El padre de Diego lo disculpaba y se lo llevaba hacia el ataúd, pero Diego volvía con ellos en cuanto su padre se despistaba.

Desde aquel día Diego ya no volvió a ser exactamente el mismo. A Guille le daba la impresión de que no se encontraba a gusto en ningún sitio. Aquella tarde, aunque dijo que no tenía disfraz, habían ido a buscarlo a su casa porque hacer truco o trato sin él no era una opción. Entonces Diego pidió permiso a su padre con la boca pequeña y este se lo dio. Aun así, se hizo el remolón, pero ellos habían insistido tanto que se quedó sin excusas.

Esta vez lo hacían solos, sin la compañía de ningún adulto. No obstante, Guille no podía quitarse de encima la impresión de que la madre de Diego los seguía, pero cuando volvía la cabeza no era así. En su lugar había un vacío sin aliento, como una zona descolorida del espacio, entre las paredes de los pasillos que recorrían en su búsqueda de caramelos.

Habían pasado por la puerta del viejo podrido de camino a la casa de algún vecino y obviamente no tenían pensado pararse allí, pero aquella puerta tenía un esqueleto. Y todos sabían lo que eso significaba.

Jose, el cirujano zombi, se acercó a la puerta, con la vista clavada en el esqueleto de plástico, como si no se fiara de él.

—¡Venga, vámonos! —dijo Diego.

Jose no le hizo caso.

—¿Llamamos?

—No sé, tío. Es el viejo podrido —dijo Pedro, el pirata zombi.

—¿Y qué? Tiene un esqueleto. Se puede llamar —dijo Guille, el granjero zombi.

Claro, se podía llamar. Para eso estaban los esqueletos o las lápidas o las telarañas en las puertas. Tú pones una decoración en la puerta para señalar que los niños son bienvenidos en tu casa. Pero tienes que darles caramelos: ese es el trato ¿no? «Truco o trato». Si no repartes caramelos, toca truco. Pero ¿qué es el truco? Si eliges truco ¿qué hay que hacer? Y ¿quién debe hacerlo?

—El viejo podrido nunca ha celebrado Halloween.

—Igual ya no vive aquí —dijo Diego—. Hace años que no le veo.

Los cuatro se miraron. Tocaba decidir.

Sonó el timbre de la puerta. El granjero zombi había apretado el botón. Seis ojos se clavaron en él.

—¿Qué? Joder, no vamos a estar aquí esperando toda la noche, ¿no?

Se oyeron pasos al otro lado. Pies arrastrándose por el suelo. Una mano sobre la hoja de madera. Una respiración. Un destello en la mirilla. Un farfulleo.

—¡Es el viejo podrido, joder! ¡Os lo dije! —susurró el cirujano zombi. El sudor hacía que se le corrieran las salpicaduras de sangre por la frente, pero el gorro y la mascarilla de gasa las retenían.

Llaves accionando ruedas dentadas. Cerrojos descorriéndose. Cerraduras girando.

La puerta se abrió lentamente, dando paso a un estrecho rectángulo de oscuridad del que emergió la cabeza calva y pálida del viejo podrido, inexpresiva como una estatua de cera.

El granjero zombi sintió un escalofrío y tragó saliva. El sonido procedente de su garganta resonó por el vestíbulo y bajó por la escalera hasta llegar al portal y sorprender a una pareja de urracas que salieron volando aterrorizadas de la rama en la que estaban dándose calor mutuamente.

El viejo podrido paseó su mirada de zombi en zombi, con una leve sonrisa, que creció al posar su mirada en Diego, el niño sin disfraz. Sus labios finos como dos cuchillas brillaban bajo los halógenos del descansillo. Detrás de él, la casa estaba completamente a oscuras.

—¿Y bien? —preguntó con una voz cavernosa.

Jose intentó pronunciar la frase, pero solo le salió un carraspeo.

El viejo sonrió un poco más. Guille creyó oir el gemido de unos goznes oxidados mientras lo hacía. También le pareció detectar un brillo dentro, muy dentro, de sus ojos negros, rodeados por un manojo de serpenteantes venillas rosadas.

—¿Truco o trato? —consiguió articular el granjero zombi.

Los cuatro chavales levantaron sus cestas en forma de calabaza para recibir sus caramelos, pero el viejo podrido no se inmutó. Solo sonrió aún más. Los labios como cuchillas dejaron entrever algo oscuro y afilado. Adelantó la cabeza antes de contestar, masticando con delectación cada una de las cinco letras que componían su respuesta:

—Truco.

El granjero miró al cirujano, que miró al pirata, que miró al niño sin disfraz en busca de alguna explicación y, como no encontró ninguna, se volvió al pirata, que miró al cirujano, que miró al granjero, y todos compartieron sus respectivas perplejidades.

El viejo podrido había dicho la palabra. Esa palabra que los privaba de caramelos. Esa palabra que pendía todas las noches de Halloween sobre sus cabezas como una maldición. Esa palabra que nadie jamás se atrevía a pronunciar, ni siquiera en broma.

—¿No tiene caramelos? —dijo un valiente pirata.

El viejo podrido dejó de sonreír y clavó su mirada en aquel niño insolente. Afortunadamente era un pirata zombi y ya estaba muerto, porque si no, lo habría matado al instante.

—Truco —insistió el viejo, volviendo a masticar todas y cada una de las cinco letras.

Los cuatro niños se volvieron a mirar unos a otros, desconcertados.

—No… no sabemos ningún truco —dijo el cirujano zombi.

El viejo podrido posó sus ojos en él. El cirujano perdió el poco pulso que le quedaba.

—¿No? Bueno, pues entonces el truco tendré que hacerlo yo.

El viejo paseó una mano por delante de ellos e hizo unos gestos extraños en el aire. En aquel momento, el cirujano creyó oir un borboteo viscoso; el granjero, un hachazo chirriante; el pirata, un graznido terrorífico; y el niño sin disfraz, un grito de ultratumba.

Dieron un paso atrás. El dedo del viejo podrido recorrió al grupo de zombis, hasta que se quedó quieto, apuntando a uno de ellos.

—Tú.

El cirujano se llevó la mano al pecho.

—¿Yo?

Los otros tres se quedaron mirándolo, expectantes. ¿Qué se suponía que tenían que hacer? ¿Para qué lo había elegido a él?

Antes de que pudieran decir nada, el cirujano desapareció del descansillo como por arte de magia.

 

Todos gritaron. Salvo él, que se vio transportado a un quirófano. Seguía con su disfraz puesto: bata verde, gorra y mascarilla. Pero también llevaba unos guantes de plástico azules y, en su mano derecha, una especie de secador de ese mismo color. Delante de él yacía tumbado un hombre con el pecho descubierto, afeitado y con unas líneas discontinuas marcadas a rotulador sobre su esternón, como el dibujo de una página de recortes. Jose apretó el botón del aparato que llevaba en la mano de manera inconsciente y aquello empezó a vibrar con un sonido similar al de su cepillo de dientes eléctrico. Pero lo que había en el extremo de aquel aparato no era un cepillo. Era una sierra.

—Vamos, doctor ¿a qué espera? No tenemos todo el día.

A su izquierda, una enfermera le sonreía bajo una mascarilla.

—Yo… yo…

—¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

A su derecha, un enfermero le miraba con el ceño fruncido.

—Yo… yo…

—¿Más anestesia?

Detrás del paciente, otra doctora examinaba una pantalla con una línea en color verde llena de montañas y valles que emitía un pitido a intervalos regulares.

Todos le miraban, expectantes.

—Adelante, doctor. ¡Vamos, vamos!

Y Jose se adelantó hacia el hombre dormido y acercó su mano derecha con aquel instrumento que vibraba y que a pesar de todo era extraordinariamente ligero, aunque el hombre seguía dormido, no se despertaba, y todos le observaban, esperando que empezara, así que él acercó la sierra al pecho del hombre y los volvió a mirar y vio en sus ojos que aquello era precisamente lo que esperaban que él hiciera, y Jose cerró los ojos y hundió la sierra en el pecho del hombre, que seguía sin despertarse, no exactamente sobre la línea marcada, sino un poco más a la derecha, y un chorro de sangre salió salpicándoles a borbotones y entonces, ahora sí, empezó a gritar.

 

Cuando volvió a aparecer junto a sus amigos pensó que había sido la fuerza de sus gritos lo que le había devuelto con ellos. En su disfraz había gotas de sangre que antes no estaban allí.

—¿Qué ha sido eso? —gritó el pirata zombi.

—¡No sé! ¡De repente estaba en un quirófano!

—¿Qué está pasando? —gritó el granjero.

—Ha sido él —dijo Diego, con un dedo acusador hacia el viejo podrido—. ¡Larguémonos de aquí!

—Esperad, chicos. Si aún no hemos terminado —dijo el viejo, divertido.

—¡Y una mierda! —dijo el granjero, pero no pudo despegar los pies del suelo. Se le habían quedado clavados.

—Joder, ¿qué pasa?

—No me puedo mover.

—Mierda, esto es cosa suya, ¡seguro!

—¡Suéltenos, joder!

—¿Qué coño hace? ¡Se lo voy a decir a mi madre!

—Ssshhhh, niños. ¡No gritéis! —dijo el viejo, llevándose un dedo arrugado a los labios—. No os podéis ir, porque todavía no ha terminado el truco.

—¡Y una mierda! ¡Suéltenos!

—¡Suéltenos, puto viejo!

Los niños gritaban, agitando los brazos, incapaces de desplazarse de allí. El viejo podrido los miraba con una profunda satisfacción marcada en sus facciones cadavéricas. Con el mismo dedo que se había llevado a los labios empezó a señalarlos, jugando al pito, pito, gorgorito, hasta que se detuvo en uno de ellos.

El granjero zombi dejó de agitarse y se echó a temblar.

—No. ¡No!

—Te toca.

—¡No! ¡NO! ¡NONONONONONONOOOO!

Y, con un toque del dedo sobre el aire, Guille desapareció.

 

Apareció en el centro de una plaza, abarrotada de gente. Era un lugar pequeño, rodeado de edificios de piedra. El cielo estaba cubierto de nubes ominosas y una brisa ligera agitaba su camisa de cuadros. Frente a él había tres chicas, vestidas con trajes regionales y peinadas con elaboradas trenzas.

—Venga, Guille. ¡Es la hora! —dijo una de ellas, señalando más allá, detrás de él.

Se giró y se encontró una escena extraña. Cuatro hombres rodeaban una masa grisácea y bamboleante que se retorcía sobre una gran mesa de madera. Sujetaban con sus brazos lo que parecían ser las extremidades de aquella cosa inmensa. Uno de ellos agarraba otro extremo bulboso, que se agitaba emitiendo unos gritos ensordecedores. A sus pies había un cubo metálico.

Aquello era un cerdo. Un cerdo enorme.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que en su mano derecha portaba un cuchillo. No era un cuchillo grande de carnicero, sino una hoja pequeña y reluciente, con aspecto de estar muy afilada.

Guille se echó a temblar.

—¿Nervioso? —le dijo una de las chicas. Era muy joven, de pelo castaño y voz dulce. El peinado realzaba su belleza, la suavidad de su piel—. Es normal. ¡Es tu gran día, Guille! Venga. Desángralo. ¡Y disfrútalo mucho!

El público, compuesto por gente de todas las edades, jaleaba y aplaudía. Querían su espectáculo.

—¡Venga, chico, que el bicho no para quieto! —gritó el hombre que sujetaba la cabeza del animal.

Guille dudó. El público le animaba, gritaba su nombre. Los hombres que rodeaban al cerdo lo sujetaban con sus brazos tensos como cordeles a punto de reventar. El puerco pataleaba y se cagaba. Sus heces caían con un chapoteo bajo un extremo de la mesa.

—No le hagas sufrir —añadió la chica de pelo castaño.

Él notó una comezón en la barriga. Un cosquilleo. Echó a andar hacia el animal. Sus gritos eran ensordecedores y ya no podía oír los ánimos del público. Sintió un profundo desprecio por el bicho aquel.

Levantó el cuchillo y miró al hombre que sujetaba la cabeza del puerco. Le devolvió la mirada con sus ojos negros perlados de sudor y afirmó con la cabeza, animándole.

Guille levantó el cuchillo, que refulgió bajo las nubes blancas, ensordecedoramente blancas, y lo clavó en la garganta del animal. Un calambrazo recorrió su brazo y encendió su cerebro en un fogonazo. El hombre tiraba hacia atrás de la cabeza del cerdo, estirando toda su garganta para él. El animal profirió un chillido agudo y entrecortado. Guille podía sentir su pánico absoluto, su desconcierto, su confusión, su repulsión. Era fascinante. El chillido penetró en su cabeza y lo desbordó por dentro. Todo lo que había a su alrededor desapareció y solo quedaron ellos dos: niño y cerdo, conectados por el filo restallante del cuchillo. Guille empujó aún más el filo en la garganta blanda. El cerdo tembló y Guille tembló con él. Los dos temblaron y Guille se sintió atravesado de nuevo por un latigazo. Sacó el cuchillo y todo volvió de golpe: el público con una ovación ensordecedora, las chicas con una sonrisa aviesa, los hombres con una carcajada de satisfacción y un chorro de sangre roja que tiñó el filo blanco y puro y cayó con un eco en el cubo metálico. Gotas de rojo vivo salpicaron la mesa y desaparecieron absorbidas entre la porosidad de la madera.

Volvió la vista. La chica le sonreía. Sus ojos azules llenaron su mirada. Guille le devolvió la sonrisa y desapareció.

 

Cuando volvió al vestíbulo sus amigos seguían allí. El viejo podrido, también. Todos callaban. El cirujano zombi miraba al suelo. Guille seguía sonriendo y se sonrojó. Apretaba el puño, pero estaba vacío.

El viejo podrido señaló al pirata.

—Bueno. Ahora tú.

 

A Pedro le pilló por sorpresa y cuando apareció en la bodega del barco exclamó:

—¿Yo?

La gente que tenía a su alrededor le miró, extrañada. Componían un grupo amenazador. Hombres delgados, algunos lisiados, vestidos con harapos, que enarbolaban todo tipo de armas: machetes, rifles, pistolas, cuchillos… pero sobre todo machetes. Muchos machetes.

Formaban un semicírculo a su derecha e izquierda. En su centro, frente a Pedro, tres figuras yacían sentadas en el suelo. Estaban atadas y amordazadas. Un hombre, una mujer y una niña.

Las tres lo miraban aterrorizadas.

Uno de los hombres se acercó cojeando hacia él y le tendió un machete.

—Vamos, capitán. Acabemos con esto de una puta vez.

Pedro lo miró, sin saber muy bien qué hacer.

—¡Vamos, capitán! ¡Vamos, capitán! ¡Grrrrrr!—graznó el esqueleto del loro en su hombro.

«Joder», masculló Pedro. Le temblaban las piernas, pero intentó que no se le notara demasiado, delante de todos aquellos bárbaros.

—¿A quién vas a matar primero, capitán?

—¿A quién? ¿A quién? ¡Grrrrrr!

Pedro los miró. Aquellos tres temblaban más que él.

—Deja a la niña para el final. Déjanosla a nosotros —dijo el tipo que estaba junto al cojo, que tenía un hueco vacío de color marrón oscuro y aspecto pastoso en el lugar que debería ocupar su ojo derecho.

—Vamos, capitán. ¡No podemos dejar supervivientes!

—¡Supervivientes! ¡Supervivientes! ¡Grrrrrr!

Pedro cogió el machete. Pesaba como la mochila del colegio, por lo menos. «Ni de coña se puede matar a nadie con este trasto, ¡vamos, no me jodas!», pensó.

Resopló mientras lo levantaba de nuevo. Los piratas jalearon detrás de él. Estaban sedientos de sangre.

—¡Vamos, capitán! ¡Vamos, capitán! ¡Grrrrrr!

«Cállate ya, puto bicho», pensó. Le hubiera encantado darle un manotazo, pero no se atrevió, con toda su tripulación delante. Las mascotas de los piratas eran sagradas.

Dio unos pasos adelante, sujetando firmemente el mango del arma. Los prisioneros se agitaron y empezaron a farfullar tras sus mordazas, con los ojos muy abiertos. Se acercó a ellos lo justo para alcanzarlos, pero no tanto como para que ellos pudieran darle una patada o algo parecido.

El hombre no parecía muy mayor. Llevaba unas gafas torcidas. Las mejillas se le hinchaban por la presión de la mordaza. Era muy delgado y llevaba una camiseta a rayas («Como Wally», pensó). La mujer llevaba una camisa blanca y pantalón corto de color azul. Pelo moreno y piel bronceada. Lo miraba con una nota de pena. Tenía las manos atadas tras la espalda y con las yemas de los dedos tocaba las de la niña, que sollozaba en silencio detrás de ellos. Tendría unos seis años.

Pedro se dio la vuelta. Los piratas se habían acercado a él con ojos ansiosos, cerrando el semicírculo.

«A quién vas a matar primero, capitán», pensó. Frente a él, en la pared de la bodega, podía ver el mar a través de un ojo de buey. El cielo era de un azul claro y limpio. La superficie del agua, lisa como una cartulina. Nadie hablaba. Solo oía los sollozos de la niña, que le miraba con rencor.

«Deja de mirarme, por favor» pensó, implorándole con los ojos. Pero ella sostuvo su mirada.

El machete cayó de sus manos y se clavó en el suelo de madera.

—¿A quién? ¿A quién? ¡Grrrrrr!

Pedro cogió al puto bicho y lo arrojó por fin al suelo con todas sus fuerzas. Los huesos salieron disparados en todas direcciones con un ruido de xilófono.

El grupo de piratas enmudeció, mirando alternativamente a Pedro, a los huesos desparramados y al machete clavado en el suelo de la bodega.

El cojo dio un paso adelante con su pata de palo y levantó su fusil, apuntando a Pedro.

—¡Motín! —gruñó.

El tuerto, que se había quedado detrás de él, enarcó los labios en una mueca desdentada que pretendía ser una sonrisa.

—¡Motín! —gritó, con un espumarajo de saliva.

—¡Motín! —gritaron todos los demás, levantando sus armas—. ¡Motín! ¡Motín! ¡Motín!

Rodearon a Pedro y lo empujaron por la puerta, hacia la cubierta. Sus pies tropezaron con las escaleras. Miró hacia atrás, lo justo para ver cómo varios de los piratas rodeaban a los cautivos, riéndose de forma maliciosa, antes de perderlos de vista.

La cubierta estaba sucia y oxidada. Era un barco de hierro, lleno de mugre y carente de lustre. Agarraron a Pedro por los brazos y se los ataron a la espalda con una brida de plástico. El cojo iba pegado a él y podía oir su risa de satisfacción junto a su oído derecho y notar su aliento cálido y apestoso en la oreja.

Lo condujeron a la barandilla de popa, justo encima de los motores. El agua giraba en una turbulencia de espuma ahí abajo.

—¿Últimas palabras? —dijo el cojo.

—¿Cómo? —Pedro no se podía creer lo que estaba pasando.

—¿Tienes algo que decir antes de que te arrojemos por la borda, capitán?

—¿Qué? ¡No podéis hacer eso!

—Ah, ¿no? Y ¿por qué no?

—Yo… yo… soy vuestro capitán. ¡No podéis tirarme al agua, joder!

—¡Qué dices! Tú ya no eres nuestro capitán. Nos has traicionado. No vales para esto, chaval. Somos piratas, ¿te enteras? En realidad, estábamos deseando tener una excusa para hacerlo, no te voy a engañar.

—¡No me tiréis! Haré lo que queráis. Te nombraré capitán, si quieres —Pedro no pensaba lo que estaba diciendo, por su boca salía lo primero que se le ocurría con tal de escapar de su destino —. Pero no podéis tirarme. ¡Moriré!

—Pues claro que morirás, pringao. De eso se trata. ¡Jo, jo, jo, jo! —rio el cojo, clavándole la punta del fusil en las costillas, para empujarlo por la borda.

—¡Espera! ¿Qué pasa con ellos? ¿Qué vais a hacer?

El cojo le miró con perplejidad.

—¿Qué vamos a hacer? Joder, qué pringao eres, chaval.

—¡Soltadlos! ¡Tened piedad!

El cojo se echó a reír.

—¡No han hecho nada! ¡Soltadlos! ¡Dejadlos marchar!

—Pero qué sabrás tú, enano.

Dicho eso, lanzó un culatazo a la cabeza de Pedro, que cayó al torbellino de agua y quedó atrapado en los remolinos de la hélice. Su cuerpo giró un par de veces antes de ser engullido por ella y deshacerse en mil pedazos.

 

Cuando volvió al vestíbulo, Pedro todavía oía el rugido del motor en sus oídos. El viejo podrido lo miraba intensamente.

—Pedro, ¿estás bien? —dijo Jose, tocándole el brazo.

—Joder… —contestó, negando con la cabeza.

—Estás pálido. Desapareciste y volviste unos segundos después, pero estás blanco.

—Me arrojaron por la borda y me pilló la hélice.

—¿Qué?

—Joder, yo qué sé. Ha sido horrible.

—Déjenos en paz. ¡Suéltenos! —gritó Guille, intentando levantar sus pies del suelo, sin éxito.

—¡Eso! ¡Ya está bien! ¡Déjenos en paz, viejo estúpido!

—¡Oigan! ¡Ayuda! ¡Ayuda! —Diego empezó a gritar a todo pulmón.

El viejo se echó a reír.

—¡Serás cabrón, puto viejo!

—Gritad, niños. Gritad todo lo que queráis. Nadie va a venir.

—Nos lo pagará. Nos lo pagará, maldita sea. ¡Se va a enterar!

El viejo siguió riendo. Diego gritaba a todo pulmón.

Estuvieron así unos minutos. El viejo los observaba. Guille sollozaba. Diego se cansó de gritar y miraba al viejo con la cabeza gacha.

—Joder, Diego, creo que ahora te toca a ti —susurró Jose.

—¡Cállate, hostia! —dijo Pedro.

Diego levantó la cabeza para encarar al viejo podrido. Había dejado de reír y lo miraba seriamente, como si lo estuviera examinando.

—Venga, viejo, terminemos con esto de una vez.

—No… Diego…

—Y tú, niño, ¿se puede saber de qué vas disfrazado? —preguntó el viejo.

Diego resopló, inquieto.

—De nada, viejo. No tengo disfraz.

—¿No? ¿Y eso? ¿Qué pasa? ¿No celebras Halloween?

—¡Joder, no! ¿Qué más da?

El viejo lo miró sin decir nada.

—No preparé ningún disfraz.

—¿No? ¿Por qué? ¿No te dio tiempo?

—No pensaba salir, ¿vale? No quería salir.

—Ya veo. Son tus amigos entonces los que te han traído aquí. Has venido a regañadientes.

—Yo… no quería salir.

—Pobre niño. Pobre niño perdido. Echas de menos a tu madre ¿verdad?

Diego bajó la mirada y empezó a sollozar.

—¡Ya basta, viejo de mierda! ¡Déjenos en paz! —gritó Guille.

—Si quieres, puedo llevarte con ella.

—¿Cómo?

—Que, si quieres, puedo llevarte con tu madre.

—Está loco. ¡Está loco, joder! —dijo Guille —¡No le escuches!

—¿Quieres? —preguntó de nuevo el viejo, levantando la barbilla, con una sonrisa en el rostro—. ¿Quieres?

—Joder, Diego, no le escuches. Está pirado, tío. Es un psicópata. ¡Es un puto psicópata el viejo este!

Diego pensó un momento. La cabeza le daba vueltas. Era su turno, al fin y al cabo. Le tocaba a él. ¿Qué podía hacer? ¿Dejar que aquel viejo loco eligiera? ¿O probar a volver con su madre? ¿No era eso una oportunidad? ¿Qué tenía que perder? No podría ser peor que lo que habían vivido sus amigos, ¿verdad?

Levantó la cabeza y le miró fijamente a los ojos.

—Vale, viejo. Llévame con mi madre.

—Dicho y hecho, chaval —afirmó el viejo podrido—. Dicho y hecho.

—¡No! ¡No, Diego! ¡No le hagas caso! ¡Está loco!

El viejo chasqueó los dedos.

 

Diego se quedó completamente a oscuras. Desorientado, se giró en todas direcciones, pero algo a su alrededor se lo impedía. Parecía estar encajonado por delante y por detrás. También a su izquierda. Pero a su derecha había algo suave, como un tejido. Y después algo firme y frío, algo denso que podía apartar, aunque no sin cierta dificultad.

Se imaginó cientos de cosas mientras llevaba su mano al bolsillo del pantalón para coger el móvil y conseguir algo de luz. El viejo le había mentido. Dios sabe qué extraña forma de tortura había decidido para él.

Levantando el móvil, encendió la linterna. Funcionaba perfectamente, aunque no tenía ninguna cobertura, como era de esperar, porque se encontraba dentro de un ataúd, con el cadáver de su madre junto a él.

Diego gritó.

 

—Adiós, niños. Un placer. ¡Hasta el año que viene! —dijo el viejo podrido.

Volvió a la oscuridad de su casa y cerró la puerta. El esqueleto de plástico cayó al suelo y en ese momento los pies de los niños se liberaron.

—¿Dónde está Diego? Tíos, ¿dónde coño está Diego?

El hueco que había dejado Diego seguía vacío. Todos se miraron. Sus corazones latían a mil por hora y su piel chorreaba goterones de sudor helado.

—¿Dónde está Diego? ¿Dónde está? ¿Qué ha hecho con Diego? ¡Oiga!

Guille se lanzó contra la puerta y empezó a golpearla con los puños. Los demás le imitaron.

Pronto el vestíbulo se llenó de vecinos, atraídos por el jaleo. La policía llegó poco después. Alguien consiguió abrir la puerta, de alguna forma. Guille se fijó en que el esqueleto de plástico había desaparecido. La casa estaba vacía. Completamente vacía. Ni un solo mueble. Ni una sola persona. Ningún viejo. Ni Diego. Nadie. Alguien les explicó que aquella casa llevaba vacía varios años. Que no había ningún viejo en la urbanización como el que ellos describían. El padre de Diego lo contemplaba todo estupefacto. Le temblaban los labios.

 

El móvil se apagó por fin y, sumido en aquella rancia oscuridad, Diego siguió gritando hasta que recibió el cálido abrazo de la inconsciencia.


NOTAS

Me entusiasma Halloween. Sí, ya sé que es una fiesta importada. A mí me trae sin cuidado. También lo es Navidad y nadie se queja. Una noche para celebrar el terror, cómo no me va a gustar.

Me gusta honrar Halloween de alguna manera. Hay quien publica recomendaciones durante el mes de octubre. Hay quien se lee un relato de terror al día. Hay quien lee novelas dedicadas a la fiesta (las hay, y no son pocas). Así que, pensando en cómo hacerlo, se me ocurrió que sería buena idea escribir un relato de terror ambientado en la festividad para publicarlo el 31 de octubre. La fiesta da mucho juego: el truco o trato, la tradición norteamericana de las casas encantadas, las decoraciones, las tradiciones anteriores, la mitología asociada, etc.

El primer relato tenía que ser algo bastante obvio. ¿Y si un grupo de niños pidieran caramelos en una casa en la que no hubiera trato? ¿Y si se les pidiera un truco? Todo el mundo da por supuesto que, cuando te abren la puerta, hay trato: golosinas, sonrisas y tal. ¿Y si no fuera así?

Inicialmente pensé en una especie de conjuro que hiciera tener visiones espantosas a los niños: un decapitado por aquí, otro horriblemente desfigurado por allá… Pero el tono que estaba adquiriendo la historia, declaradamente bradburiniano, no me casaba con aquella intención, que me parecía más macabra. Por otro lado, los disfraces de los protagonistas los elegí totalmente a voleo, simplemente añadiendo la palabra "zombi" al final. Son los disfraces más fáciles del mundo: añades sangre a la ropa vieja o a un disfraz de tres euros y listo. Tenía lógica. Que todos llevaran el mismo disfraz me parecía muy aburrido, así que inicialmente puse a un pirata, un médico, un granjero y un vampiro (sí, un vampiro zombi; tenía su gracia).

Como el estilo que estaba tomando el relato me gustaba, pero no casaba con mi intención inicial, lo dejé reposar durante algunos días cuando el viejo dijo "truco". ¿Qué iba a pasar a continuación? ¿Cuál sería el truco?

Una noche estaba pensando en el relato y pensé que los disfraces podían ser una buena excusa. ¿Y si ligamos la experiencia de los niños a sus disfraces? ¿Y si el truco consiste en hacerles pasar por experiencias reales propias de esas profesiones o roles? ¿Y eso es lo realmente terrorífico? Aquella idea me gustó mucho. Daba mucho juego. Me fascina el papel que juegan los roles en la sociedad y en la psicología del individuo. Nunca dejo de sorprenderme ante la facilidad con la que nos colocamos el sombrero que toque en cada momento: jefe, empleado, sindicalista, ignorante, experto, graciosillo, político, víctima, verdugo, abusador… A veces resulta enternecedor de contemplar.

Cambié al científico por un cirujano para poder usar un escalpelo. Y al vampiro le quité el disfraz, para dejarlo para el final, hacerle sufrir un poco más y jugar un poco con las expectativas del lector. Al revisar el relato bajo esta nueva luz me di cuenta de que tenía todo el sentido del mundo que el niño sin disfraz fuera el que perdió a su madre. ¡De esa forma podría meterlo en el ataúd! Reconozco que una sonrisilla perversa se dibujó en mis labios.

--Cariño ¿de qué te ríes?

Mi mujer me miraba desde el espejo del baño mientras se lavaba los dientes.

--Oh, de nada. Cosas mías.

Luego una cosa llevó a la otra. Me di cuenta de que jugando con los roles y la inocencia de los niños podía explorar el dilema entre la responsabilidad, lo que se espera de uno y lo que uno quiere o puede hacer. Después de escribir el episodio del cirujano se me ocurrió que estaría bien que el siguiente niño, en lugar de sentirse aterrorizado, disfrutara degollando al cerdo. ¿No sería eso más interesante? ¿Aterrador, quizá? El destino del pirata lo tenía claro. Sería que el que se negara a cumplir con su responsabilidad, lo que le conduciría a la muerte, evidentemente.

La verdad es que este relato salió de forma muy orgánica y no tuve grandes dificultades a la hora de escribirlo. He metido muchos tacos, pero es que creo que hoy en día todos los chavales ya hablan así. Además, me encanta oírselos a la lectura en voz alta del Word (es una de las revisiones que hago a todo lo que escribo. Un placer en cierto modod infantil, por otro lado, ese de oir los tacos en voz alta pronunciados por una voz mecánica). También creo que se debe a cierto espíritu festivo, propio de Halloween. Celebrémoslo, pues, de casa en casa. ¿Quién sabe? Quizá haya algo más excitante que una chuche del Mercadona esperándonos esta noche.

Feliz Halloween, amantes del terror.