El terror siempre ha sido mi género favorito, desde que era niño. La primera experiencia que recuerdo al respecto fue la película La noche de Walpurgis, de Paul Naschy (1971), que empecé a ver una noche con mis padres (mis padres eran, en principio, bastante laxos con las películas que podíamos ver, siempre que fueran «toleradas»). Recuerdo que en ella dos chicas guapas se internaban en un castillo en ruinas y en uno de sus patios se topaban con un escorpión. Aparece Paul Naschy para poner orden y luego se convierte en hombre lobo. Mi hermano mayor se escondía detrás del sofá, pero yo no podía apartar los ojos de la pantalla. Esta totalmente fascinado. Ahí fue cuando nos mandaron a la cama.
Cuando uno se vuelve adicto a algo quiere disfrutar de ello todo el rato y de cualquier forma. Así que poco después empecé a escribir mis primeros relatos. Recuerdo uno llamado La mano negra. No sé de dónde había sacado esa expresión, pero el relato iba de un tipo que pierde la mano en un accidente y luego cobra vida (la mano, no el tipo) y se iba por ahí a hacer el mal. Yo tendría unos 7 u 8 años. Creo que ese fue el primer relato que escribí. Lamentablemente, no lo conservo.
La llama del horror nunca se apaga. Empecé a buscar películas y libros relacionados. Recuerdo películas clásicas como El doctor Jekyll y Mr. Hyde, El fantasma de la ópera, Frankenstein, Drácula… A mi padre mi afición le cayó simpática y me animaba. Mi hermano y yo jugábamos a representar escenas terroríficas. Nos gustaba mucho hacer teatrillos, que indefectiblemente terminaban con uno de los dos agonizando en el suelo.
Luego empecé con los libros. Lo primero que recuerdo es Edgar Allan Poe (echarían años después un ciclo en la segunda cadena de Televisión Española —cuando todavía se llamaba así— con las películas de Corman; no me perdí ni una). Luego pasé por Sherlock Holmes. Fui muy fan de Sherlock, lo leí todo en unas ediciones de la editorial Molino cuyas portadas me encantaban. Recuerdo llevármelos de vacaciones y leer en el coche y a primera hora de la mañana (siempre me he despertado muy pronto, mucho antes que el resto de la casa; de hecho, escribo esto a las 8 de la mañana de un sábado, mientras mi familia sigue durmiendo). De ahí pasé a Stephen King.
Volvía del colegio cuando mis ojos se posaron en un libro del escaparate de una librería. Tenía una portada enigmática. Una persona yacía muerta en una bañera y en los azulejos de la pared había escrito dos letras con su sangre. La escena era bastante lúgubre. Uno podía sentir la humedad sobre su piel. Las letras decían «IT» y el libro era un tochaco imponente.
Aquello era un imán para mí. Una atracción irresistible. Imaginaba qué clase de monstruo podía haber detrás de esa palabra y cómo había acabado aquella persona así en la bañera. Aquello era totalmente mi rollo. Estaba hecho para mí. Tenía que leer «eso» cuanto antes. Ahorré cual hormiguita de mi paga semanal, hasta que, meses después, pude comprármelo. Por entonces ya tenía edad para entrar solo en las tiendas, así que imagino que andaría por los 13 años o así. Cuando aparecí por casa con aquel tochaco mi madre me preguntó qué era aquello. Al ver el libro me hizo devolverlo porque no lo consideró apropiado para mi edad.
Me acompañó a la librería. Allí, la amable dependienta nos sugirió otras lecturas. A mí ya me daba igual todo. Me llevé lo primero que dijo, que eran los tres libros de Visiones peligrosas de la Biblioteca de Ciencia Ficción de Ediciones Orbis, la famosa antología de Harlan Ellison. Las portadas eran muy chulas, con esas naves espaciales flotando por ahí. Yo por entonces no tenía ni idea de quiénes eran todos aquellos escritores. Lo leí con poco interés. Me pareció todo un poco snob. No lo entendí mucho. Yo quería leer It.
No mucho tiempo después me dejaron por fin leer a King. Empecé por las cosas más clásicas, Salem’s Lot, Carrie, Christine. Mis tíos, que vivían en Madrid y eran mis padrinos de bautismo, solían enviarme libros suyos por mi cumpleaños. Recuerdo con especial cariño una edición de La larga marcha y otra de Cementerio de animales. Mi primo también era muy aficionado. Nos intercambiamos libros. Yo le presté Tommyknockers y el me prestó It. Habían pasado ya unos años. Lo abrí lleno de emoción. Recuerdo muy bien dónde y cuándo la leí (también a las primeras horas de las mañanas). Me encantó. De mi relación con King hablé en mi Carta a la directora, publicada en el Círculo de Lovecraft n.º 16. Muchas cosas de ella son ciertas. Otras no. No diré cuáles.
En aquella época consumíamos todo el fantástico que podíamos encontrar. Era el boom de la literatura de terror de los ochenta. Por ahí andaban Peter Straub, Dean Koontz, Ray Garton o Ramsey Campbell. Yo no leía a esos. Yo le era totalmente fiel a King. Una noche soñé que venía a mi casa y le invitábamos a cenar. Era un tipo muy majo.
Luego estaban las películas. Una vez alguien, probablemente mi hermano, sacó Alien del videoclub. Yo no sabía nada de aquella peli. Empezamos a verla todos juntos. Cuando el facehugger reaparece en la enfermería me mandaron a la cama. A la mañana siguiente ametrallé a mis hermanos con preguntas acerca del bicho. Aunque se evitaba mostrar el diseño de Giger en la publicidad de la peli, yo había visto pantallazos de los juegos de ordenador, aunque no había entendido muy bien lo que acechaba en aquellas imágenes: «¿Tiene como cuerdas colgando?», «No, pero tiene una cola muy grande. Y dos mandíbulas, una dentro de otra». Me la contaron entera y aquello me dio aún más ganas de verla. Años después pude hacerlo, al fin. Aquello también estaba hecho para mí. Se convirtió en mi película favorita. Creo que desde entonces la he visto como unas quinientas veces. Exagero. 499.
Pero además me cepillaba todas las franquicias de los ochenta. Pesadilla en Elm Street, Tiburón, Poltergeist (qué deliciosas pesadillas me produjo la escena del lavabo), Halloween o Viernes 13. Recuerdo que esta última la echaron en la tele y no se comentaba otra cosa en el colegio al día siguiente. A mí no me dejaron verla, pero mis compañeros me contaron todos los asesinatos con pelos y señales. En aquella época mi amigo Javi y yo, en vez de jugar al fútbol como todos los demás niños, nos pasábamos el recreo charlando de todo lo que nos molaba. Nos intercambiábamos el argumento de aquellas películas que uno no había podido ver, pero el otro sí. A mí, por ejemplo, no me dejaron ir al cine a ver Indiana Jones y el templo maldito porque después de ver El arca perdida la escena de las serpientes me mantuvo despierto durante meses (creía que las arrugas de las sábanas, que notaba en mis pies, eran serpientes; mi madre lo solucionó poniéndome calcetines) y la escena final me aterrorizó literalmente. Además, no era «tolerada». Pero, no recuerdo muy bien cómo, conseguí ver Aliens en VHS. En un recreo se la conté entera a mi amigo Javier y él a cambio en otro me contó Indiana Jones y el templo maldito, con todos sus spoilers. Aquello, nuevamente, en lugar de quitarme las ganas de ver la película, las hizo crecer (por eso me dan totalmente igual los spoilers, pero ese es otro tema). Javi cambió de colegio al empezar B.U.P. y, aunque nos vimos un par de veces más, perdimos el contacto. No había móviles en aquella época. No sabéis cuánto lo hecho de menos.
Por aquellos años fui con mi primo al cine a ver Perseguido: King y Chuache juntos. No se podía llegar más alto. También recuerdo la serie de televisión de Salem’s Lot. Cuando apareció el niño vampiro, una vez más, nos mandaron a la cama. Esa escena también fue combustible de pesadillas durante años.
Durante la adolescencia mis intereses se ampliaron, aunque no perdí la afición por el género. Leí El señor de los anillos. Lo intenté con el Silmarillion, pero no pude con él. También lo intenté con Dune. Abandoné en la página 18. La escritura era una afición intermitente. Llevaba un diario y poco más. Un día vi a un compañero de clase con un libro rojo que decía El señor de los anillos. El juego de rol. ¿Qué coño era aquello de «juego de rol»? Yo había visto jugar a un juego de mesa raro a los protas de E.T., pero no sabía nada más. También estaba muy viciado con los libros tipo «elige tu propia aventura». No la línea clásica, de tapa roja, no. A mí, como buen jugador de Spectrum, me gustaban los Multiaventura ilustrados por Azpiri (ahí estaba yo, todas las semanas en el quiosco) y los Lucha-Ficción de Altea.
El caso es que me pillé el libro, lo leí, flipé en colores y me pregunté con quién diablos podía jugar yo a aquello. Luego lo guardé. Meses después, un buen día que mi primo (sí, el de Stephen King) vino a casa, vio aquel libro en la estantería. Él también se había leído El señor de los anillos. Así que empezamos a jugar en el pueblo durante los veranos con el resto de la pandilla. Yo tenía este. Él tenía La llamada de Cthulhu.
Nunca olvidaré las primeras partidas de La llamada. Era como una droga. Yo quería más. Fotocopié el puto libro (sí, niños, en aquella época fotocopiábamos libros enteros. Los dejábamos en la librería más cercana y unos días después, ¡zas! el libro fotocopiado y encuadernado a tu gusto. Todavía conservo algunos manuales y aventuras roleros fotocopiados en casa de mis padres). Lo leí de pe a pa. Descubrí a Lovecraft.
Corrí inmediatamente a la librería. Se estaban forrando conmigo. Tenían un libro bastante gordo llamado Los mitos de Cthulhu, editado por un tal Rafael Llopis. El prólogo me fascinó. Lo subrayé de arriba abajo. Busqué el Necronomicón en la biblioteca. Me embarqué en viajes imaginarios alrededor del mundo, explorando archivos secretos, cámaras ocultas y ruinas ciclópeas en busca de saberes arcanos.
De ahí ya no se vuelve nunca.
Empecé a jugar al rol también con otro grupo de amigos. Compré más libros de Lovecraft, en aquellas ediciones de bolsillo de Alianza con cubiertas grotescas de Daniel Gil. Los leía por la noche, con la banda sonora de Apocalypse Now compuesta por Carmine Coppola atronando por los altavoces mientras mi mente viajaba a decadentes aldeas de Nueva Inglaterra o a los helados desiertos de Yuggoth.
En la universidad me empecé a interesar por otro tipo de literatura. Los beatniks, Henry Miller y su círculo (fui muy fan de Miller, me pilló en el momento idóneo), Lawrence Durrell, Bukowski… Seguí escribiendo mi diario. A veces compulsivamente, zarandeado por la pasión de aquellos escritores. Otras con menos dedicación. Luego encontré trabajo en Madrid y me fui allí a vivir. El terror había quedado relegado a un lugar menos importante de mi vida. Alguna película de vez en cuando. Alguna relectura. Era consciente de que se le consideraba un género menor, aunque yo sabía que no era así. Dejé de escribir.
Volví a enamorarme, me casé, tuve hijas. Un buen día, cuando todavía eran pequeñas, me acordé de Lovecraft y de cómo la gozaba con todo eso. Decidí releer algo. Pensé que habían pasado muchos años desde la época de Lovecraft. ¿Qué había sido de él y del horror cósmico desde entonces? Fijo que alguien tenía que seguir escribiendo cosas de esas. Empecé a investigar.
Lo primero que encontré fue una recopilación llamada Ominosus, de editorial Fata Libelli, ahora extinta. Contenía relatos de una tal Caitlín R. Kiernan, una tal Elizabeth Bear y un tal Laird Barron. Los de Kiernan y Barron me explotaron la cabeza.
Seguí buscando. Volví a recorrerme librerías, bibliotecas, archivos ocultos bajo pirámides primigenias. Ahora era todo más fácil: teníamos Internet. Me releí todo Lovecraft. Empecé a leerme relatos de horror cósmico y a apuntarlos en un blog llamado blogecraft que sigue por ahí, lleno de telarañas. Había cientos, miles, millones de relatos. Tantos que acabé perdiendo el interés ante la ciclópea tarea.
No obstante, seguí leyendo y seleccionando. Volví a acordarme de las películas de terror que tanto había disfrutado en la infancia. John Carpenter, por ejemplo. ¿Qué había pasado con todo aquello? ¿Cuándo dejé de verlas? ¿Por qué no las volvía a ver? Aún había películas que no había visto. Empecé a buscarlas. También empecé a escuchar podcasts especializados en terror cuando nadie lo hacía y los podcasts se podían contar con los dedos de una mano. Empecé a leer comics de terror. Volví a reencontrarme con aquella pasión. Volví a abrazarla de manera consciente, aceptándola y amándola con conocimiento y sin remordimientos, como el amor que se profesarían dos ancianos.
Luego tuve dos crisis de ansiedad en mi trabajo y como por arte de magia empezaron a brotar historias en mi cabeza. Así que volví a coger el teclado y empecé a escribirlas. Pero esa es otra historia. Puede que la cuente algún día.
Lo que quiero decir con todo este rollo es que el horror me ha acompañado siempre. Primero fue una atracción inconsciente. Un impulso irrefrenable. Luego fue una aceptación. Un abrazo. El horror es, junto con la música, ese lugar donde me siento seguro. Un espacio al que puedo volver cuando lo necesito, cuando el ruido ahí fuera es muy estridente, o el odio muy fuerte.
El horror es, pues, un hogar.
CRÉDITO DE LA IMAGEN SUPERIOR: Sección del cartel para la película “La noche de Walpurgis” de Paul Naschy (1971). Autor: Francisco Fernández-Zarza Pérez (Jano).