Mi relato Carta a la directora, que se ha incluido en el último número de Círculo de Lovecraft, nació y fue creciendo de forma un tanto peculiar. Me apetece contártelo, porque está muy relacionado con el contenido del relato en sí, y creo que puede complementarlo bastante bien.
El caso es que en cuanto vi, el pasado mes de mayo, la convocatoria de la revista Círculo de Lovecraft para su número dedicado a Stephen King, supe que tenía que participar. O intentarlo, al menos.
Con King tengo una relación especial: fue una de mis primeras lecturas serias y, probablemente, el autor que me hizo desear escribir. De hecho, apenas recuerdo haber leído algún otro libro antes de los suyos. Todo empezó cuando me crucé con la portada de It en el escaparate de una librería, en mi más tierna infancia. Lo que yo había leído hasta entonces no me había interesado mucho (ya sabes, las típicas lecturas infantiles y moñas de la época). Yo ya había empezado a cultivar por el terror una afición algo ensimismada, y cuando vi aquella portada ya no me la pude quitar de la cabeza. Se trataba de la portada con las letras escritas en sangre en la bañera[1]. Aquel dibujo disparó mi imaginación y empecé a inventarme la historia que podía esconderse detrás de aquella imagen. Leerlo fue un impulso imposible de resistir. Entonces devoré, uno tras otro, todos sus libros. Me aficioné tanto que llegaba a soñar con él por las noches. Recuerdo con mucho afecto que, por mi cumpleaños, mis tíos Santiago y Maribel, que eran mis padrinos de bautismo, me enviaban como regalo libros de King desde su ciudad. Cementerio de animales fue uno de ellos (y menudo regalazo para un chaval aficionado de finales de los ochenta, por cierto). Seguí con esta obsesión durante unos años, hasta llegar al agotamiento con El juego de Gerald. Ahí lo abandoné. Podría decirse que acabé saturado de Stephen King.
Con estos antecedentes, te podrás imaginar porqué sentía la necesidad de participar en la convocatoria. Además, a Círculo de Lovecraft le tengo un cariño especial, porque fue la revista en que publiqué mi primera historia, Transcripción de las notas manuscritas de un cuaderno encontrado en la habitación de una pensión en las afueras, en su número 11.
Así que me puse manos la obra. En aquel momento, en plena pandemia, estaba totalmente enfrascado en otro relato, algo más largo, que trataba precisamente sobre el confinamiento desde una perspectiva de lo extraño; una cosa bastante clásica, en realidad. Pero tenía problemas para encontrar el tono en algunas partes, así que lo aparté momentáneamente para ponerme con la convocatoria de la revista. Y ahí sigue, a día de hoy, apartado, el pobre. Espero volver a él pronto. Ahora ando enfrascado en la revisión de otra cosa que me tiene bastante desconcertado. Pero ese es otro tema.
El caso es que estuve dándole vueltas a la convocatoria sin tener muy claro qué hacer. Suele ocurrir: las ideas no caen del cielo, ni vienen cuando las necesitas. Sabía que quería hacer algo, pero no sabía el qué. Me puse a evaluar mis opciones: utilizar uno o varios de sus personajes y llevarlos en una nueva dirección (quizá algo más personal); también podía crear algo nuevo que perteneciera de manera incontestable a su universo particular; o emplear algún episodio de su propia vida como catalizador de alguna historia, quizá el famoso atropello, o su etapa de adicción a la cocaína. Si pillas la revista, verás que hay otros relatos en ella con cada uno de estos presupuestos que funcionan perfectamente. Yo les estuve dando vueltas a todos, pero no se me ocurría nada que me entusiasmara.
Entonces empecé a repasar los libros que había leído, y volvieron los recuerdos de aquella etapa de mi vida. Me percaté entonces de que escribir algo relacionado con Stephen King suponía un ejercicio que para mí tenía un componente sentimental. Recordé, con nostalgia, todo lo que King había significado entonces, y cuántos años hacía que lo tenía olvidado.
Pensé que si partía de estas vivencias probablemente tendría más opciones de éxito que de cualquier otra forma. Al fin y al cabo, cuando he empleado experiencias personales en mi obra el resultado siempre ha sido mucho mejor; eso es algo que se nota: notas que el texto palpita, que cobra algo de vida, aunque sea un hálito tembloroso y fugaz que enseguida se extingue bajo estas manos inexpertas.
Así que empecé a pensar qué podía hacer partiendo de mi experiencia vital con Stephen King. Fue en ese punto en que la idea principal surgió de manera natural: una carta. Una carta a la directora de la revista hablando de mi experiencia con la obra de King. Esto enseguida me entusiasmó. Era justo el combustible que necesitaba para empezar a trabajar: casi podía oír el ruido del motor calentándose, empezando a funcionar.
Es un momento fantástico, probablemente el mejor: cuando una idea te apasiona y empiezas a examinarla, encontrando ramificaciones, sugerencias y nuevas posibilidades, como si limpiaras de tierra una joya recién desenterrada, y fueras descubriendo poco a poco cada una de sus brillantes caras. Luego te pasas unas cuantas semanas tallándola y otras semanas más puliéndola hasta que acabas detestándola y te prometes ir al chino la próxima vez a comprar una baratija, en vez de ponerte a excavar por ahí.
Así que me puse con ello. Pero ¿cómo empezar? «Bueno —pensé— de la manera más honesta: con la vergonzosa escena de It, que ya cuando la leí me dejó picueto». Me gustó la idea: poner las cartas sobre la mesa desde el principio, deshacerse del muerto cuanto antes. Me daba la impresión de que el camino se allanaba a partir de ahí. Y en el momento que empecé a escribir eso, apareció por allí el autor de la carta con sus ideas acerca de lo que no funcionaba en esa escena. Ahí estaba entonces el núcleo del relato.
Lo demás vino solo.
Empecé a escribir enseguida. Me documenté rápidamente, releyendo algunas cosas muy concretas del autor para encontrar otras escenas que pudiera utilizar. La estructura se construyó prácticamente sola, a partir de la experiencia personal, que fui aliñando a conveniencia y con sumo deleite. La verdad es que escribirlo fue como la seda: un auténtico placer.
Lo revisé unas cuantas veces, lo envié relativamente pronto, y a descansar unos días. Luego se me echó el verano encima y surgieron otras cosas que han ido relegando al confinamiento a mi relato sobre el ídem.
Los seleccionadores han hecho un gran trabajo para leerse todas las propuestas y hacer una selección en la que, seguramente por error, está incluida mi carta. En fin, nadie es perfecto. Yo se lo agradezco. Por cierto, que habrá otro volumen de la revista también dedicado a King, porque decidieron que la calidad de muchos de los relatos justificaba, en esta ocasión, ampliar la revista.
Ah, se me olvidaba. Para no perder la costumbre, en Carta a la directora (como ya hice en Notas manuscritas…) incluí una frase extraída directamente de uno de los relatos a los que hace referencia. A ver si la encuentras.
[1] Por cierto, que me ha sido imposible encontrar en la web una imagen de esa portada. Y estoy seguro de que no es producto de mi imaginación. Si tú la encuentras por ahí, sería un puntazo que me la hicieras llegar, porque me encantaría volver a verla.