La importancia del horror

Hace unos días el colectivo de aficionados al terror reaccionábamos en twitter a un artículo de El periódico en el que un crítico literario (y escritor) intentaba justificar a su audiencia su idea de que «los grandes maestros de la fantasía y el terror no saben escribir sus libros» (sic).

Después de reflexionar durante unos minutos (y reescribirlo unas cuantas veces) me decidí a lanzar un tweet al respecto con la siguiente opinión (que para eso está twitter ¿no?): «Las obras de Lovecraft, Stevenson o Poe llevan décadas vigentes, siguen influyendo en miles de artistas y autores, pese a sus defectos. Y, con todas sus virtudes, de los libros de ese señor no se acordará nadie».

Y es que de verdad lo creo así. Lo digo, además, desde el mayor de los respetos hacia la obra del articulista, cuya calidad literaria ni se me pasa por la cabeza dudar: sé que estará mucho mejor escrita que cualquier cosa que yo podré escribir jamás. Y lo digo totalmente en serio.

Si es que existiera una manera objetiva de medir la calidad de la escritura, claro está.

Porque ese artículo a mí me despierta muchas preguntas: ¿cómo se mide la calidad de una obra literaria? ¿Existe una forma objetiva de hacerlo? ¿Debe limitarse a cuestiones diegéticas, como se sugiere? ¿Para qué serviría hacerlo? ¿Mejorarían las obras mencionadas si sus autores hubieran arreglado esos supuestos errores? En ese caso (y, sobre todo, tratándose de obras de género), ¿se ensalzarían sus virtudes literarias?

No creo que al autor del artículo se le escape que la popularidad o influencia de estas obras no radica en su fijación a determinados estándares narrativos, sean del tipo que sean. El terror (y la ficción especulativa en general, pero creo que el terror en particular), con su intención transgresora, ha estado desde sus inicios preocupado por la dimensión social del ser humano: por su inserción en la comunidad, cuestionando la vigencia de las normas sociales y especulando sobre las consecuencias que dicha dimensión tiene sobre nosotros, ya sea en comunidades grandes, pequeñas o aisladas. No hace falta escarbar demasiado: hay miles de ejemplos al alcance de la mano.

Y es que, precisamente, si para algo sirven los géneros literarios es para, a través de la complicidad del lector, apropiarnos de nuestros miedos, ansiedades, congojas, esperanzas, etc. y manejarlos a placer para provocar una reacción en el lector.

En el artículo se añade que la fantasía de Lovecraft «obsesionada con la carraca simbólica del horror, desprendida de los rigores de la imaginación» está «encerrada en horrores extravagantes que siempre darán menos miedo que el espectáculo de la depredación humana que nos sirven Balzac o Shakespeare».

Bueno. A mí las afirmaciones categóricas me suelen generar desconfianza. Entendemos que el artículo (que tiene parte de razón) hay que leerlo con una «pizca de azúcar» y que ese «siempre» debe aplicárselo a su propia experiencia. En la mía, los horrores de Lovecraft me han proporcionado unas pesadillas exquisitamente superiores a cualquier obra de Balzac o Shakespeare, aunque, desde luego, nadie en su sano juicio usaría esta vara para medir la calidad ni la influencia de ninguno de estos autores.

Seamos honrados: si Stoker hubiera escrito novela realista nadie se acordaría de él. Lo que tampoco quiere decir que haya que escribir terror para trascender: hay miles de autores de terror de los que no se acuerda ni pío. No hace falta escribir como Cervantes, ni pintar como Velázquez, ni componer como Bach, ni cantar como Sinatra, para sintonizar con una frecuencia determinada, la de un momento social o histórico concreto, y crear algo capaz de reflejar de alguna manera el sentir de un zeitgeist. Tampoco será por todos los que lo intentan. Ni creo que Stoker lo hiciera conscientemente. Simplemente le salió así, lo que suele ocurrir con todas las obras de arte. De otra forma se quedan en pretenciosas.

Las obras que cita el articulista puede que no se acomoden a determinados estándares, incluso puede que no sean perfectas de acuerdo con ellos o con otros bien distintos, pero son influyentes porque extrajeron (voluntaria o, sobre todo, involuntariamente) el sentir de una época, los miedos inherentes a un momento histórico, político y social determinado (como el fin del imperio británico en el caso de la novela de Stoker, por ejemplo) y los materializaron en unas ansiedades que fueron reconocidas por su audiencia. Dieron en el clavo.

Al fin y al cabo, la literatura no es más que una forma más de comunicación, y los fantasmas de Poe, Stevenson, Stoker, Lovecraft pueden estar bien orgullosos porque, ¿puede haber mayor expresión del éxito para una forma de comunicación que esta?

Sobre «Carta a la directora»

Mi relato Carta a la directora, que se ha incluido en el último número de Círculo de Lovecraft, nació y fue creciendo de forma un tanto peculiar. Me apetece contártelo, porque está muy relacionado con el contenido del relato en sí, y creo que puede complementarlo bastante bien.

El caso es que en cuanto vi, el pasado mes de mayo, la convocatoria de la revista Círculo de Lovecraft para su número dedicado a Stephen King, supe que tenía que participar. O intentarlo, al menos.

Con King tengo una relación especial: fue una de mis primeras lecturas serias y, probablemente, el autor que me hizo desear escribir. De hecho, apenas recuerdo haber leído algún otro libro antes de los suyos. Todo empezó cuando me crucé con la portada de It en el escaparate de una librería, en mi más tierna infancia. Lo que yo había leído hasta entonces no me había interesado mucho (ya sabes, las típicas lecturas infantiles y moñas de la época). Yo ya había empezado a cultivar por el terror una afición algo ensimismada, y cuando vi aquella portada ya no me la pude quitar de la cabeza. Se trataba de la portada con las letras escritas en sangre en la bañera[1]. Aquel dibujo disparó mi imaginación y empecé a inventarme la historia que podía esconderse detrás de aquella imagen. Leerlo fue un impulso imposible de resistir. Entonces devoré, uno tras otro, todos sus libros. Me aficioné tanto que llegaba a soñar con él por las noches. Recuerdo con mucho afecto que, por mi cumpleaños, mis tíos Santiago y Maribel, que eran mis padrinos de bautismo, me enviaban como regalo libros de King desde su ciudad. Cementerio de animales fue uno de ellos (y menudo regalazo para un chaval aficionado de finales de los ochenta, por cierto). Seguí con esta obsesión durante unos años, hasta llegar al agotamiento con El juego de Gerald. Ahí lo abandoné. Podría decirse que acabé saturado de Stephen King.

Con estos antecedentes, te podrás imaginar porqué sentía la necesidad de participar en la convocatoria. Además, a Círculo de Lovecraft le tengo un cariño especial, porque fue la revista en que publiqué mi primera historia, Transcripción de las notas manuscritas de un cuaderno encontrado en la habitación de una pensión en las afueras, en su número 11.

Así que me puse manos la obra. En aquel momento, en plena pandemia, estaba totalmente enfrascado en otro relato, algo más largo, que trataba precisamente sobre el confinamiento desde una perspectiva de lo extraño; una cosa bastante clásica, en realidad. Pero tenía problemas para encontrar el tono en algunas partes, así que lo aparté momentáneamente para ponerme con la convocatoria de la revista. Y ahí sigue, a día de hoy, apartado, el pobre. Espero volver a él pronto. Ahora ando enfrascado en la revisión de otra cosa que me tiene bastante desconcertado. Pero ese es otro tema.

El caso es que estuve dándole vueltas a la convocatoria sin tener muy claro qué hacer. Suele ocurrir: las ideas no caen del cielo, ni vienen cuando las necesitas. Sabía que quería hacer algo, pero no sabía el qué. Me puse a evaluar mis opciones: utilizar uno o varios de sus personajes y llevarlos en una nueva dirección (quizá algo más personal); también podía crear algo nuevo que perteneciera de manera incontestable a su universo particular; o emplear algún episodio de su propia vida como catalizador de alguna historia, quizá el famoso atropello, o su etapa de adicción a la cocaína. Si pillas la revista, verás que hay otros relatos en ella con cada uno de estos presupuestos que funcionan perfectamente. Yo les estuve dando vueltas a todos, pero no se me ocurría nada que me entusiasmara.

Entonces empecé a repasar los libros que había leído, y volvieron los recuerdos de aquella etapa de mi vida. Me percaté entonces de que escribir algo relacionado con Stephen King suponía un ejercicio que para mí tenía un componente sentimental. Recordé, con nostalgia, todo lo que King había significado entonces, y cuántos años hacía que lo tenía olvidado.

Pensé que si partía de estas vivencias probablemente tendría más opciones de éxito que de cualquier otra forma. Al fin y al cabo, cuando he empleado experiencias personales en mi obra el resultado siempre ha sido mucho mejor; eso es algo que se nota: notas que el texto palpita, que cobra algo de vida, aunque sea un hálito tembloroso y fugaz que enseguida se extingue bajo estas manos inexpertas.

Así que empecé a pensar qué podía hacer partiendo de mi experiencia vital con Stephen King. Fue en ese punto en que la idea principal surgió de manera natural: una carta. Una carta a la directora de la revista hablando de mi experiencia con la obra de King. Esto enseguida me entusiasmó. Era justo el combustible que necesitaba para empezar a trabajar: casi podía oír el ruido del motor calentándose, empezando a funcionar.

Es un momento fantástico, probablemente el mejor: cuando una idea te apasiona y empiezas a examinarla, encontrando ramificaciones, sugerencias y nuevas posibilidades, como si limpiaras de tierra una joya recién desenterrada, y fueras descubriendo poco a poco cada una de sus brillantes caras. Luego te pasas unas cuantas semanas tallándola y otras semanas más puliéndola hasta que acabas detestándola y te prometes ir al chino la próxima vez a comprar una baratija, en vez de ponerte a excavar por ahí.

Así que me puse con ello. Pero ¿cómo empezar? «Bueno —pensé— de la manera más honesta: con la vergonzosa escena de It, que ya cuando la leí me dejó picueto». Me gustó la idea: poner las cartas sobre la mesa desde el principio, deshacerse del muerto cuanto antes. Me daba la impresión de que el camino se allanaba a partir de ahí. Y en el momento que empecé a escribir eso, apareció por allí el autor de la carta con sus ideas acerca de lo que no funcionaba en esa escena. Ahí estaba entonces el núcleo del relato.

Lo demás vino solo.

Empecé a escribir enseguida. Me documenté rápidamente, releyendo algunas cosas muy concretas del autor para encontrar otras escenas que pudiera utilizar. La estructura se construyó prácticamente sola, a partir de la experiencia personal, que fui aliñando a conveniencia y con sumo deleite. La verdad es que escribirlo fue como la seda: un auténtico placer.

Lo revisé unas cuantas veces, lo envié relativamente pronto, y a descansar unos días. Luego se me echó el verano encima y surgieron otras cosas que han ido relegando al confinamiento a mi relato sobre el ídem.

Los seleccionadores han hecho un gran trabajo para leerse todas las propuestas y hacer una selección en la que, seguramente por error, está incluida mi carta. En fin, nadie es perfecto. Yo se lo agradezco. Por cierto, que habrá otro volumen de la revista también dedicado a King, porque decidieron que la calidad de muchos de los relatos justificaba, en esta ocasión, ampliar la revista.

Ah, se me olvidaba. Para no perder la costumbre, en Carta a la directora (como ya hice en Notas manuscritas…) incluí una frase extraída directamente de uno de los relatos a los que hace referencia. A ver si la encuentras.


[1] Por cierto, que me ha sido imposible encontrar en la web una imagen de esa portada. Y estoy seguro de que no es producto de mi imaginación. Si tú la encuentras por ahí, sería un puntazo que me la hicieras llegar, porque me encantaría volver a verla.

Presentación de Combustible Lovecraft, de Orciny Press, en la Librería La Sombra, Madrid. 17 de marzo de 2018

Existen ciertos acontecimientos en nuestro frío universo que son capaces de aniquilar la cordura del más sensato racionalista y de la mente más privilegiada. Eventos de una potente naturaleza psíquica que derivan en la inexorable devastación del ser a nivel molecular. La física cuántica nos ha mostrado el caos infinito que reina más allá de la sustancia íntima de la materia, y ahora estamos razonablemente seguros de que una singularidad cuántica de suficiente potencia en un momento estocástico concreto desembocará en la destrucción completa de todo cuando conocemos.

          El pasado sábado 17 de marzo, a las 18:00 GMT, yo sobreviví a una de tales singularidades en una librería en Madrid.

          Si cualquiera de vosotros se me hubiera acercado antes de aquel preciso momento y me hubiera revelado la realidad de lo que voy a contar aquí, yo lo hubiera tachado invariablemente de loco. Y, sin embargo, creo estar seguro de que tal cosa sucedió. Tengo pruebas de ello, pese a que la magnitud del relato que os voy referir despierte, comprensiblemente, vuestra incredulidad.

          Entendedme, soy un diletante. Un romántico aficionado a todo tipo de arte oscuro y minoritario, exquisito y extraño. Estas afinidades poco comunes, que en la sensibilidad del siglo XIX me hubieran caracterizado como un caballero de una sutil extravagancia, en los desdeñosos tiempos que me ha tocado vivir me tildan de friki.

          Este impulso, que me cuesta refrenar más de lo que sería deseable, me llevó a la lectura de un libro repleto de historias inconcebiblemente perturbadoras, con el que me tropecé en una disimulada librería del casco antiguo de la ciudad, un desapacible día del invierno pasado de infausto recuerdo.

          Sobre dicho tomo, Combustible Lovecraft, ya he hablado aquí, y recomiendo que, en caso de que queráis conservar la cordura, no os aventuréis entre sus páginas. Si por el contrario, vuestra estabilidad mental os importa una mierda, leedlo, devoradlo, esnifadlo, integradlo en vuestros pútridos encéfalos.

El libro blasfemo, en una de las estanterías de mi biblioteca

El libro blasfemo, en una de las estanterías de mi biblioteca

          Ocurre que las aficiones poco comunes entrañan una sensibilidad especial, y en mi caso dicha sensibilidad quedó afectada por la lectura de este libro tan poco recomendable. El asombro que experimenté ante sus palabras derivó en una particular obsesión. De ahí que, cuando llegó a mi conocimiento que se iba a celebrar su presentación oficial en Madrid, en una oscura librería* de un castizo barrio, no pude eludir mi asistencia.

          Llegué a la librería con tiempo. Me entretuve entre sus estantes, buscando rarezas. A buena fe que encontré algunas. El establecimiento es, en verdad, muy recomendable. No me sorprendió encontrar, entre otros, los grimorios de la inefable editorial, cuyo nombre no debe ser pronunciado, y que se ha especializado en uno de los más géneros más desafiantes para los límites de la desdichada mente humana, el llamado bizarro.

          Cuando arrancó la presentación, poco podía imaginar el delirio de cósmicas proporciones que se desencadenaría en la gélida habitación. La luna gibosa observaba con maliciosa sonrisa desde su cenit nocturno, mientras la forma misma del recinto se transformaba ante mis ojos en proporciones espurias y geometrías no euclidianas. Mi inteligencia no alcanza a comprender qué oscuros hechizos los celebrantes en aquel impío ritual ejecutaron, ni las terribles entidades exteriores que pudieron invocar. Sólo sé que ya no soy la misma persona.

          El líder de aquel ritual, Hugo Camacho, máximo responsable de esa editorial cuyo nombre no debe ser pronunciado, introdujo a tres de los autores de los espantosos relatos, quienes desvelaron oscuros secretos en relación a la enloquecedora trayectoria de la sacrílega antología. Los tres autores celebrantes, Weldon Penderton, Roberto Bartual y Francisco Jota-Pérez, ansiosos por atraer nuevos acólitos a su deleznable religión, impusieron un ambiente de camaradería y complicidad con el público allí presente, entre el cual destacaban varios fanáticos que mostraron herméticos conocimientos.

          Intentaron sugestionar al público con su demoníaca elocuencia. Su destreza argumentativa estuvo cerca de abocarme a la más absoluta desesperación y al delirio infinito. Sentí un vínculo terrible, una conexión impía, un deja-vu espantoso y abisal. Las perturbadoras revelaciones que mostraron al auditorio, sobre la naturaleza del espacio y del tiempo, sobre el sentido del pasado, sobre la memoria y el futuro que nos aguarda a toda la raza humana, han devastado mi alma y corrompido mi discernimiento para siempre.

Pude obtener esta fotografía de los celebrantes, pese a las perturbadoras revelaciones

Pude obtener esta fotografía de los celebrantes, pese a las perturbadoras revelaciones

          Salí de allí sobrecogido y fascinado por el espectáculo que acababa de experimentar. Desde entonces mi mente se sumerge en irrefrenables circunvoluciones cósmicas de trayectoria descendente, hacia el sentido mismo de la materia y del vacío, del vacío en la materia, de la sustancia y de la nada fría e indiferente que nos aguarda más allá de Yuggoth.

          A veces, haciendo un extenuante esfuerzo psicológico, llego a mirar atrás, a mi existencia anterior, y me parece inconcebible la idea de haber vivido en ese océano de perversa ingenuidad durante todos estos años. Entonces flaqueo y quiero pensar que todo esto no es más que una febril pesadilla. Cuando eso ocurre me levanto frenéticamente a comprobar si siguen allí las dedicatorias con que los autores sellaron mi libro, a modo de evidencia última. Y siempre las encuentro allí grabadas, silenciosos testigos de aquella impía celebración.

          Es una locura, lo sé. Ya jamás volveré a ser aquel ingenuo muchacho que, ilusionado, miraba los inefables grimorios desde el otro lado del escaparate. Desde que crucé el umbral me vi irrevocablemente transformado por aquellas blasfemas revelaciones. Soy portador de la señal. Tengo el privilegio de haber sido señalado. Lo siento aquí dentro, en mi cerebro: prístino, claro, como una aguja directa al nervio óptico. He sido convertido y no puedo combatirlo. No quiero combatirlo. No debo combatirlo.

          ¡Iä ¡Iä! ¡Kazulu! ¡Cutullu! ¡Chulu! (O como cojones se diga).


*La Librería se llama La Sombra. De ahí lo de oscura. Aquí, su web.