Existen ciertos acontecimientos en nuestro frío universo que son capaces de aniquilar la cordura del más sensato racionalista y de la mente más privilegiada. Eventos de una potente naturaleza psíquica que derivan en la inexorable devastación del ser a nivel molecular. La física cuántica nos ha mostrado el caos infinito que reina más allá de la sustancia íntima de la materia, y ahora estamos razonablemente seguros de que una singularidad cuántica de suficiente potencia en un momento estocástico concreto desembocará en la destrucción completa de todo cuando conocemos.
El pasado sábado 17 de marzo, a las 18:00 GMT, yo sobreviví a una de tales singularidades en una librería en Madrid.
Si cualquiera de vosotros se me hubiera acercado antes de aquel preciso momento y me hubiera revelado la realidad de lo que voy a contar aquí, yo lo hubiera tachado invariablemente de loco. Y, sin embargo, creo estar seguro de que tal cosa sucedió. Tengo pruebas de ello, pese a que la magnitud del relato que os voy referir despierte, comprensiblemente, vuestra incredulidad.
Entendedme, soy un diletante. Un romántico aficionado a todo tipo de arte oscuro y minoritario, exquisito y extraño. Estas afinidades poco comunes, que en la sensibilidad del siglo XIX me hubieran caracterizado como un caballero de una sutil extravagancia, en los desdeñosos tiempos que me ha tocado vivir me tildan de friki.
Este impulso, que me cuesta refrenar más de lo que sería deseable, me llevó a la lectura de un libro repleto de historias inconcebiblemente perturbadoras, con el que me tropecé en una disimulada librería del casco antiguo de la ciudad, un desapacible día del invierno pasado de infausto recuerdo.
Sobre dicho tomo, Combustible Lovecraft, ya he hablado aquí, y recomiendo que, en caso de que queráis conservar la cordura, no os aventuréis entre sus páginas. Si por el contrario, vuestra estabilidad mental os importa una mierda, leedlo, devoradlo, esnifadlo, integradlo en vuestros pútridos encéfalos.
Ocurre que las aficiones poco comunes entrañan una sensibilidad especial, y en mi caso dicha sensibilidad quedó afectada por la lectura de este libro tan poco recomendable. El asombro que experimenté ante sus palabras derivó en una particular obsesión. De ahí que, cuando llegó a mi conocimiento que se iba a celebrar su presentación oficial en Madrid, en una oscura librería* de un castizo barrio, no pude eludir mi asistencia.
Llegué a la librería con tiempo. Me entretuve entre sus estantes, buscando rarezas. A buena fe que encontré algunas. El establecimiento es, en verdad, muy recomendable. No me sorprendió encontrar, entre otros, los grimorios de la inefable editorial, cuyo nombre no debe ser pronunciado, y que se ha especializado en uno de los más géneros más desafiantes para los límites de la desdichada mente humana, el llamado bizarro.
Cuando arrancó la presentación, poco podía imaginar el delirio de cósmicas proporciones que se desencadenaría en la gélida habitación. La luna gibosa observaba con maliciosa sonrisa desde su cenit nocturno, mientras la forma misma del recinto se transformaba ante mis ojos en proporciones espurias y geometrías no euclidianas. Mi inteligencia no alcanza a comprender qué oscuros hechizos los celebrantes en aquel impío ritual ejecutaron, ni las terribles entidades exteriores que pudieron invocar. Sólo sé que ya no soy la misma persona.
El líder de aquel ritual, Hugo Camacho, máximo responsable de esa editorial cuyo nombre no debe ser pronunciado, introdujo a tres de los autores de los espantosos relatos, quienes desvelaron oscuros secretos en relación a la enloquecedora trayectoria de la sacrílega antología. Los tres autores celebrantes, Weldon Penderton, Roberto Bartual y Francisco Jota-Pérez, ansiosos por atraer nuevos acólitos a su deleznable religión, impusieron un ambiente de camaradería y complicidad con el público allí presente, entre el cual destacaban varios fanáticos que mostraron herméticos conocimientos.
Intentaron sugestionar al público con su demoníaca elocuencia. Su destreza argumentativa estuvo cerca de abocarme a la más absoluta desesperación y al delirio infinito. Sentí un vínculo terrible, una conexión impía, un deja-vu espantoso y abisal. Las perturbadoras revelaciones que mostraron al auditorio, sobre la naturaleza del espacio y del tiempo, sobre el sentido del pasado, sobre la memoria y el futuro que nos aguarda a toda la raza humana, han devastado mi alma y corrompido mi discernimiento para siempre.
Salí de allí sobrecogido y fascinado por el espectáculo que acababa de experimentar. Desde entonces mi mente se sumerge en irrefrenables circunvoluciones cósmicas de trayectoria descendente, hacia el sentido mismo de la materia y del vacío, del vacío en la materia, de la sustancia y de la nada fría e indiferente que nos aguarda más allá de Yuggoth.
A veces, haciendo un extenuante esfuerzo psicológico, llego a mirar atrás, a mi existencia anterior, y me parece inconcebible la idea de haber vivido en ese océano de perversa ingenuidad durante todos estos años. Entonces flaqueo y quiero pensar que todo esto no es más que una febril pesadilla. Cuando eso ocurre me levanto frenéticamente a comprobar si siguen allí las dedicatorias con que los autores sellaron mi libro, a modo de evidencia última. Y siempre las encuentro allí grabadas, silenciosos testigos de aquella impía celebración.
Es una locura, lo sé. Ya jamás volveré a ser aquel ingenuo muchacho que, ilusionado, miraba los inefables grimorios desde el otro lado del escaparate. Desde que crucé el umbral me vi irrevocablemente transformado por aquellas blasfemas revelaciones. Soy portador de la señal. Tengo el privilegio de haber sido señalado. Lo siento aquí dentro, en mi cerebro: prístino, claro, como una aguja directa al nervio óptico. He sido convertido y no puedo combatirlo. No quiero combatirlo. No debo combatirlo.
¡Iä ¡Iä! ¡Kazulu! ¡Cutullu! ¡Chulu! (O como cojones se diga).
*La Librería se llama La Sombra. De ahí lo de oscura. Aquí, su web.