Recientemente me he iniciado en la prosa de China Miéville con El azogue, una novela corta que me ha sorprendido por muchos motivos. La obra invita a pensar sobre su afiliación al género, sobre su estructura y estilo, sobre el desarrollo de las ideas argumentales y, sobre todo, sobre ella misma.
En El azogue (The Tain, China Miéville, 2002, incluido en español en la colección Buscando a Jake y otros relatos, editada por La máquina que hace Ping), el autor nos traslada a un Londres postapocalíptico, arrasado por la invasión de una fuerza sobrenatural que ha conquistado las calles, derribando los órganos de gobierno y obligando a los pocos supervivientes a esconderse u organizarse en grupos seudotribales, al más puro estilo Mad Max.
En ella, el autor es capaz de cambiar de estilo a media que la novela avanza. El comienzo es deliberadamente retorcido, con frases cortas que insinúan una cadencia en grupos de cuatro palabras cuya lectura no avanza de forma fluida, sino abruptamente, como a tropiezos. Hay extrañeza en la composición de las frases, en la sintaxis deliberadamente utilizada para describir el entorno y las acciones del protagonista en su recorrido por las calles de la metrópoli, durante la cual presenciamos acontecimientos también muy extraños, a los que Miéville no otorga importancia. Esa inquietante normalidad con la que se narra lo que el personaje se encuentra dota a la narración de matices delirantes.
No entendemos qué está pasando, pero lentamente, y a través de un cambio del punto de vista que complementa a la historia en forma y fondo, se nos van desvelando las causas de la debacle, que hunden sus raíces en un tópico clásico del género con el que el título tiene mucho que ver*.
La distancia de los puntos de vista no solo es espacial, sino también temporal, lo que ayuda a complementar la historia (por supuesto, el estilo cambia en función del narrador). Estos puntos de vista divergentes son parte de una estructura cuidada, diseñada por Miéville para ir desvelando el enigma paulatinamente, aunque en ocasiones este goteo de información se nota algo forzado, pero esto se suple mediante ese estilo tan envolvente que aquí despliega.
Miéville evita hábilmente la ñoñería para presentarnos un mundo postapocalíptico alucinante, en el que su prosa se luce en descripciones exuberantes y en escenas de tensión creciente, como el descenso a la estación de metro, que nos retrotrae inevitablemente a otras obras clásicas del género.
Pero lo que más me ha calado de la obra ha sido su voluntad de llevar el tópico más allá. Me refiero al tema clásico que es el origen de la historia, y que Miéville estira y estira hasta consecuencias que son difíciles de imaginar, en un trabajo de exploración, de superposición de capas de ideas desconcertantes, evitando los prejuicios, conduciendo a la historia hacia el terreno de lo extraño. Y encuentro este trabajo no solo en el fondo, sino también en la forma: en los cambios de estilo, en lo críptico, en el manejo del punto de vista. Este «llevar la historia más allá» es algo que me viene preocupando desde hace tiempo. Creo que El azogue lo ejemplifica perfectamente, a pesar de un final un tanto abrupto, que es lo único que se puedo achacar a la novela. Por lo demás, el relato es magnífico y totalmente recomendable.
*De hecho, el autor reconoce al final del relato haber recogido la inspiración de una historia de Jorge Luis Borges.
PIE DE IMAGEN: Fragmento de la ilustración de Les Edwards para la cubierta de la edición de PS Publishing de la novela (2002).